ENSEMBLE DIDEROT | CRÍTICA
Guerra y música en Berlín
Ranko Kameran. Gonzalo Torné / Sergio Sandoval. Mondadori. Barcelona, 2011. 80 páginas. 14,50 euros.
En Mas allá del principio del placer (1920), Sigmund Freud colocó en un fiel de la balanza el susodicho principio y en el opuesto su contrario, la pulsión de muerte, en precario equilibrio. Polvo somos y en polvo hemos de convertirnos, recuerda la sentencia bíblica. Freud ahondó en ello y, en paralelo a uno de nuestros impulsos primordiales: la satisfacción del propio deseo, especuló con otro no menos imperioso; todo cuanto vive lo hace para morir; el afán constructor tiene un reverso no menos potente, el destructor. Este impulso salvaje se halla reprimido en el individuo, a Dios gracias, aunque aguarda cualquier mínima ocasión para salir. En Freud. Vida y legado de un precursor (Paidós, 2010), John Gay lo resume así: "La agresividad se cuenta entre los rasgos del animal humano: no sólo la guerra y el robo, sino también los chistes hostiles, las calumnias envidiosas, las querellas domésticas, las confrontaciones deportivas, las rivalidades económicas [confirman] que la agresión anda suelta por el mundo".
Cuando Freud escribió Más allá del principio del placer, Europa estaba saliendo de una carnicería sin igual; entre 1914 y 1918, nuestro civilizado continente se había inmolado en un aquelarre sin parangón en la Historia: la contienda dejaba un paisaje surcado de trincheras, cubierto de fosas, ahítas de cadáveres. La pulsión de muerte permitía a Freud darle nombre a unos hechos para los que no había palabras. Hoy quizás nos sirva a nosotros para explicar la atracción que ejercen esas ficciones donde la violencia es reina y señora de la trama: las hazañas bélicas, el thriller, el gore, etcétera. A decir de algunos, tales relatos inhibirían la agresividad del individuo pues satisfacen las descargas de adrenalina que nuestro organismo necesita. Otras voces son de muy distinta opinión: al banalizarla, estos relatos la estimulan. Nos asomamos a un bucle conceptual: si los primeros tuvieran razón sería insensato exacerbar la violencia por si fueran los segundos quienes están en lo cierto. En cualquier caso, no tiene sentido censurarla, pues está ahí, a nuestro alrededor. Lo espantable es esa "violencia con glamour" jaleada por numerosas películas, novelas y cómics. Si la violencia resulta divertida, mala cosa. Para legitimarse como materia prima la condición sine qua non es que duela. En el fondo, la violencia es un síntoma que conlleva un diagnóstico irrefutable.
Ranko Kameran (Mondadori), con guión de Gonzalo Torné y dibujos de Sergio Sandoval, camina sobre la cuerda floja tendida entre ambos extremos: es un relato ideado sobre el recurso constante a la violencia que no quiere ceder a la gratuidad. El tiempo de la acción no es nuestro tiempo y la tierra no es nuestra tierra: un desierto interminable ocupa por completo el paisaje; apenas se entrevé algún árbol huérfano y escuálido aquí y allá, matorrales o hierbajos al lado de carreteras que trazan un laberinto sin paredes. Estamos en el ámbito de la abstracción futurista, y el nombre de Moebius salta a los labios. La imaginería es genuinamente noire: gángsters, agentes, justicieros, hombres todos con una pistola en la sobaquera, que responden con muy malos modos a la pregunta más cándida. El protagonista es Vvlackk Caracortada, juez de paz. Su oficio no admite dudas: ejecuta a pie de obra las sentencias de muerte dictadas desde arriba. Al condenado le advierte: "La consternación no sirve de nada, acéptenos. En cuanto al sufrimiento, ya debería saber que es coextensivo con la vida. Líbrate de la vida… y te liberarás del dolor".
El entramado argumental es mínimo, aunque suficiente para cimentar un serial ignoramos si largo. Vvlackk acude a un casino perdido en esos páramos desalentadores que decíamos. Tiene una sentencia en el bolsillo, pero el encargo deviene encerrona. Por lo visto, el nuevo gobierno quiere remodelar la administración de justicia y pretende quitarse de encima, y de en medio, a los llamados "jueces de paz". Vvlackk escapa con vida de la trampa, no ileso. Unos matones le dejan el rostro hecho un cuajarón y se lo cubre malamente con una de esas máscaras que, si acaso, subrayan las heridas en vez de ocultarlas (El fantasma de la Ópera proyecta una intensa sombra sobre Ranko Kameran). El principio del placer y la pulsión de muerte se trenzan en la idea de venganza: la satisfacción de nuestros más hondos deseos pasa por la completa aniquilación del otro.
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