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El mundo como proximidad y misterio

Diario de viaje de un filósofo | Crítica

Hermida Editores publica el 'Diario de viaje de un filósofo', de Keyserling, en traducción del pensador español García Morente, diario cuya celebridad y cuyo influjo social, en las primeras décadas del XX, son hoy dificilmente repetibles

Keyserling y su esposa, Goedela von Bismark, junto a Rabindranath Tagore
Manuel Gregorio González

17 de enero 2021 - 06:00

La ficha

Diario de viaje de un filósofo. Hermann Keyserling. Trad. Manuel García Morente. 3Hermida Editores. Madrid, 2021. 32 €. 848 págs.

El éxito de Keyserling como divulgador filosófico habría que buscarlo en varios motivos, todos ellos favorables, incluso en cuestiones que hoy quizá hayan periclitado y se hallen más lejos del lector actual. Una primera es, precisamente, la relevancia sugestiva del filósofo como autor de masas, que guarda una estrecha relación con la hora dorada del periodismo (este Diario es de 1919). Una segunda, vinculada a la primera, es la capacidad de viajar de la que el hombre disponía a estas alturas del siglo, y cuyo resultado es tanto una literatura exótica, un periodismo viajero como una filosofía, enriquecida o gravada, pero en absoluto ajena al factor geográfico. Y una tercera cuestión, de la mayor importancia, es la fecha en que se escribe esta vasta divagación, de vario orden, a cuyo través intuimos la nada exótica cañonería de la Grand Guerre.

El Orientalismo no fue sólo un modo de figurar el abatimiento y la pesadumbre del siglo

Podríamos recordarle al lector la figura de Mata-Hari, la holandesa Margaretha Zelle, para ilustrar la fuerte atracción por lo oriental que se daba en Europa a finales del XIX y primeros del XX, y cuyo formato fue, en mayor modo, un formato científico, agrupado por el Orientalismo, la Antropología, la Historia de las Religiones, etcétera, y uno de cuyos pioneros fue, valga el ejemplo, Arthur Schopenhauer. Hay otra cuestión, sin embargo, fruto de la guerra, como es el profundo extrañamiento del mundo, que es fácil observar en Hofmannsthal y Meyrink, así como en las primeras vanguardias. Lo cual explicaría, por sí mismo, el éxito de los filósofos como prospectores, como últimos guías de una realidad intrincada; y también una parte del orientalismo, asociado al fatalismo, que impregnó a la sociedad de aquella hora. No obstante, el orientalismo no fue sólo un modo de figurar el abatimiento y la pesadumbre del siglo, tras las guerras coloniales, la Franco-prusiana y la Gran Guerra. Es, además, una forma precisa de conocimiento, que pudiéramos llamar geográfico, y que da comienzo en el XVIII de Montesquieu y Herder. Dicho conocimiento, que impregna todo el XIX, y que alcanzará a Spengler, a Keyserling, al propio Ortega y Gasset, auténtico filósofo de masas, nos dice que el hombre es, principalmente, hijo del paisaje; y en consecuencia, que es fácil determinarlo, y aún aventurarlo, gracias a la tipología, el folklore y todas las solidificaciones de este pensar “geográfico”, que llegará a su cima/sima en el pensar nacionalista. Así, en este viaje por el mundo, magníficamente escrito, Keyserling irá documentando y elucidando al hombre y la sociedad en función del entorno. Una naturaleza exuberante dará un hombre vegetativo e indistinto, como el oriental; mientras que las brumas del norte (Keiserling era Estonia), producen hombres activos, espirituales, imaginativos, etcétera. Todo lo cual, por otra parte, estaba muy presente, como ya he dicho, en La decadencia de Occidente, de Oswald Spengler, pero también en la obra toda de Carl Gustav Jung, cuyo inconsciente mineral y arcaico, de fuerte carácter asiático, entraba en colisión con la psicología archiindividual y un tanto histérica que adujo Freud.

Lo interesante, y lo definitorio de este pensamiento es que Keyserling, y luego Ortega, prestaron atención a todas las manifestaciones del hombre: el vestido, las costumbres, la religión..., y se sintieron capaces de vincularlas en su totalidad, no sólo geográfica, pero también histórica. Se trata, por tanto, de una ambición de universalidad, de un monstruoso apetito por todas las disciplinas y fenómenos, en el momento mismo en que el mundo se volvía complejo, inhóspito e indescifrable. El propio modernismo, que hará uso estético de todas las geografías y todas las épocas, es la malla intelectiva donde pudiéramos insertar esta obra. Una obra, repito, brillante y bien escrita, donde lo que se sustancia es la vieja predicación anti-ilustrada de Hamman. No hay Hombre, sino hombres; no hay Humanidad, sino pueblos. De este Diario de Keyserling se desprende, pues, una lección ajena al azar histórico, donde se consolidan dos arquetipos, hijos de la orografía y la brisa: el Oriente y el Occidente, como valioso intento de explicar la disimilitud y la varia configuración del globo.

En cualquier caso, estamos ante una espléndida visión global, hija de la telegrafía y el buque transatlántico, donde se pretendía penetrar, con los arreos filosóficos del XX, en una extensión paredaña con lo oriental, y cuya última beneficiaria -y víctima- acaso fuera la señora Zelle; me refiero a lo espiritual, a lo misterioso, a lo inefable, como exudaciones naturales de un paisaje remoto.

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