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El mundo visto a los ochenta años | Crítica
El mundo visto a los ochenta años. Santiago Ramón y Cajal. Renacimiento. Sevilla, 2021. 312 páginas. 19,90 €
Terminadas en mayo de 1934, estas reflexiones de don Santiago Ramón y Cajal no se publicarían sino pasada la guerra civil, en el año de 1939, cuando el mundo que se recoje aquí, en cierto modo, ha desaparecido para siempre. No así el problema del secesionismo catalán y vasco, que don Santiago analiza en estas páginas con claridad encomiable, atribuyéndole una raíz crematística, fruto de la gran crisis española del 98; pero sí aquella urbanidad del 1900, a la que pudiéramos llamar rubendariana, y que se vería fagocitada por la trepidación maquínica del siglo.
¿Quiere esto decir que don Santiago era un anciano ajeno al discurrir del XX? Recordemos que los formidables hallazgos de don Ramón y Cajal, concernientes al campo de la histiología y la neurología, y que le proporcionarían el Nobel en 1906, afectan a uno de los vectores determinantes del mundo idealizado por la vanguardia: el cerebro, la psique, todo ese hemisferio en brumas, rigorizado por Freud en su vertiente más vaporosa e inaprehensible -y a quien don Santiago corrige educadamente en estas páginas-, y cuyas derivaciones artísticas no dejará de deplorar, con sólidas y razonables objeciones. Unas objeciones, por otro lado -Ramón y Cajal era un experto fotógrafo- que pertenecen más al ámbito baudeleriano, a la fundada estética de Ruskin y Proust, que a la urgente necesidad de ruptura de la tradición que don Santiago personificará en Picasso.
Señalemos, en cualquier caso, que este El mundo visto a los ochenta años no es una colección de memorias deshilvanadas, sino un breviario sobre la senectud, tanto en su consideración fisiológica, cuanto en las acciones paliativas que nos la harán más llevadera. Por el primer aspecto, Ramón y Cajal hace una descripción científica de la ancianidad, que retrata espléndidamente la naturaleza del investigador, puesto que Cajal habla de sí y de las impertinencias del cuerpo como de un tejido expuesto bajo el microscopio. También hará lo propio cuando trate de la muerte y de los distintos enfoques científicos que la abordan en la primera mitad del XX.
En cuanto a lo segundo, a los consejos ciceronianos de don Santiago, sobre la previsible frugalidad en el orden alimenticio y la obligada moderación de las costumbres, Ramón y Cajal recomienda una lectura atenta de los clásicos griegos y latinos, con algunas precauciones (“Plutarco es peligroso para leerlo por la noche. Escribe demasiado bien”), así como la frecuentación de los clásicos españoles, a cuya cabeza se halla el señor de la Torre de Juan Abad: “las obras de Quevedo, príncipe de nuestros satíricos, constituyen la biblia del anciano achacoso”. Y naturalmente, Cervantes, Lope, Góngora, Gracián, y así hasta llegar a Valera y su pupilo literario don Marcelino Menéndez y Pelayo.
Son recomendaciones propias para un buen vivir, atento a la actualidad política y el paisaje. Pero, sobre todo, son los consejos de una inteligencia superior que quiere comprender, a todo hora, el vertiginoso mundo que le circunda.
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