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El mundo por montera

Libros

Diez años después de la muerte de Fernando Quiñones, la filóloga Amalia Vilches publica en la editorial Alianza una apasionada biografía que reivindica la trayectoria y el legado del gran escritor gaditano

Fernando Quiñones, fotografiado en la playa de la Caleta a principios de los años 90.
Ignacio F. Garmendia

11 de enero 2009 - 05:00

Fue un hombre irrepetible, uno de esos personajes geniales que no se conciben fuera del territorio de la ínsula gaditana. Pero lo más valioso de Fernando Quiñones tiene menos que ver con el entrañable perfil del hombre, ciertamente fascinante, que con la singularidad y la exuberancia de su literatura. Hay que repetirlo una vez más, ahora que disponemos de una buena biografía del escritor, porque no es justo que al autor de La canción del pirata se lo recuerde más por sus anécdotas que por sus libros, siendo éstos tan buenos. Por eso, lo primero que hay que celebrar es que el trabajo de Amalia Vilches -publicado por una editorial, Alianza, que ha apostado fuerte por el rescate de la obra de Quiñones- no se haya ceñido a la mera recopilación del anecdotario. En las más de quinientas páginas de esta biografía, la autora ha trazado un retrato concienzudo del hombre y sus evoluciones, por supuesto, pero sin olvidar su trayectoria literaria, de modo que el libro es también una contribución al mejor conocimiento de uno de los grandes escritores de su generación, aunque haya profesores y críticos que aún no se han enterado.

Porque es verdad, como afirma Juan José Téllez en su prólogo, que la obra del gaditano ha sido a veces minusvalorada. "Más próximo a los tabancos que a las flores naturales, Quiñones nunca fue del gusto de los cenáculos literarios", dice Téllez, y algo de eso hubo, algo de eso hay. Con demasiada frecuencia, el escritor ha sido reducido a "un retrato robot que, en cierta medida, constituyó una cruel caricatura", pero ahí están los libros, felizmente recuperados, para mostrar la calidad y la originalidad de sus versos, artículos, ensayos y narraciones. Amalia Vilches conoció a Quiñones al final de su vida, cuando era "un apenas sesentón de palabra sabia", y ahora, diez años después de su muerte, ha rendido homenaje a la memoria del maestro en este voluminoso ensayo biográfico que incorpora un estupendo cuaderno de fotografías y los testimonios de muchos de los escritores -amigos como Félix Grande, Antonio Hernández o Aquilino Duque, otros ya fallecidos como José Hierro o Rafael Soto Vergés- que tuvieron la fortuna de tratarlo.

No se trata, aunque debida a una filóloga, de una biografía académica. Vilches cuenta la vida de Quiñones con sencillez y sentido del ritmo, sin agobiar al lector con centenares de notas ni recordar a cada momento las numerosas fuentes que sin duda ha consultado. El resultado es una biografía apasionada, hecha desde la devoción pero sin elogios desmesurados, pues el fervor confeso de la autora por su personaje se traduce en una mirada que desprende ternura hacia el hombre y admiración por su mundo literario. Quiñones fue un vividor que trabajaba mucho, valga la paradoja. Fue en primer lugar y sobre todo el contador de historias, pero también el que las perseguía por las calles en noches interminables, el aficionado cabal al flamenco, el entusiasta del cine, el lector compulsivo -a los tres años lo llamaban "el niño que lee"- que nunca entendió la falsa oposición entre vida y literatura.

Luego está la relación con Cádiz, un Cádiz "eterno, juvenil y noctámbulo" -como lo califica Téllez- que fue el gran amor de Quiñones. Pero no hay provincianismo en esta pasión, como no lo hay en su literatura. Vilches precisa muy justamente que el deseo de Quiñones era hacer de la ciudad "algo más que una mascarada carnavalesca". El autor fue un viajero infatigable, y sus temas, como señalara Borges -aquellas famosas palabras en las que calificaba a Quiñones de "gran escritor de la literatura hispánica de nuestro tiempo o, simplemente, de la literatura" llegarían a ser un lastre, por demasiado citadas- tienen alcance universal. Pocos autores han logrado una mezcla tan genuina de los registros culto y popular. La suya es una escritura que parece de oído -y qué oído-, pero tiene detrás mucha sabiduría literaria.

Un temperamento bohemio que tendía naturalmente a la dispersión. Una formación autodidacta que no le impidió aprender idiomas. El interés por el habla de las gentes humildes, que reflejó como nadie en sus escritos. El desinterés por la autopromoción, que le pasaría factura. La generosidad proverbial con los amigos. Un carácter despreocupado y a la vez combativo, propio de quien ama el ocio pero vive entregado a su dedicación literaria, con un afán perfeccionista del que dan fe sus borradores y manuscritos. Son algunos de los rasgos de una personalidad extraordinariamente seductora que no puede resumirse en los cuatro chistes de siempre. Lo importante son los libros, claro, pero Quiñones fue, además de un gran escritor, una persona excepcional. Un hombre bueno que se puso el mundo por montera.

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