El mundo de ayer (según Anderson)
Crítica 'El Gran Hotel Budapest'
El Gran Hotel Budapest. Comedia, EEUU, 2014, 98 min. Dirección y guión: Wes Anderson. Fotografía: Robert Yeoman. Música: Alexandre Desplat. Intérpretes: Ralph Fiennes, Tony Revolori, Saoirse Ronan, Bill Murray, Jude Law, Willem Dafoe, Tilda Swinton, Harvey Keitel, Edward Norton, Jeff Goldblum, Jason Schwartzman, Adrien Brody, Mathieu Amalric, Owen Wilson, Léa Seydoux.
El pleno triunfo de lo hipster, habrá quien sólo quiera ver en el cine de Wes Anderson un fenómeno más de este post-culturalismo pop a la moda tras cuya vistosa y colorida fachada apenas hay nada que rascar, apenas un cúmulo de tics, gestos, guiños y (auto)referencias constantes que no pasarían la prueba del algodón, un cine que no es más que envoltorio, diseño o escaparate para tiempos sin otra memoria que la de las imágenes y la autobiografía desmesurada.
Es posible, sí, que haya quien sólo quiera ver en este deslumbrante y juguetón Gran Hotel Budapest una subjetiva y personal reconstrucción de la vieja Europa de entreguerras con la paleta y los elementos formales (de la simetría al plano concebido como viñeta de cómic, de las panorámicas bruscas y los travellings laterales a las maquetas artesanales, de las músicas y canciones recolocadas a los tipos singulares y excéntricos) que han hecho del de Anderson uno de los universos más singulares y personales de cuántos ofrece hoy el nuevo cine norteamericano.
La Europa fronteriza, invernal y alpina imaginada por Anderson está hecha de la reinterpretación de los relatos de Stefan Zweig tanto como de la ingenuidad de Méliès, la ligereza sardónica de un Lubitsch o los homenajes explícitos (Hitchcock en la escena del museo, Kubrick entre los pasillos del hotel, Murnau en la caracterización a lo Nosferatu del personaje de Willem Dafoe) ensamblados en una nueva aventura de afirmación y transmisión de valores (encarnados en la figura entrañable del deslenguado y elegante encargado del hotel que interpreta un enorme Ralph Fiennes y su aprendiz, el mozo-portería que encarna Tony Revolori), robos, prisión, fuga y persecución que funciona como una engrasada maquinaria de relojería cómica en una estructura narrativa de muñecas rusas y entre cuadros de elocuencia plástica que reivindican los viejos formatos cuadrangulares y el trucaje artesanal en tiempos de caprichoso scope y efectos digitales.
Este mundo cerrado por el cuadro, un mundo autosuficiente y pleno, no es sólo artificio e ingenio plástico. El Gran Hotel Budapest deja un regusto amargo y melancólico en el corazón de su pastel oculto en una caja rosa: la orfandad, la familia quebrada, el desarraigo, la amenaza del horror y el fin de una utopía se filtran entre idas y venidas a velocidad de vértigo, entre los pliegues de un relato triple que salta entre 1932, 1968 y 1985 para hablarnos de la historia de un siglo en un país imaginario tras el que no es difícil reconocer los estragos del nazismo, la persecución de los judíos, las grandes historias de amor truncadas y los sueños de un pasado lejano del que hoy ya sólo pueden quedar relatos e idealizaciones, maquetas, pasillos, escaleras y ascensores, piezas de un gran escenario imaginado que no es otro que la visión del mundo filtrada por los ojos y la sensibilidad melancólica de Anderson.
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