Dos mujeres para un siglo
Ediciones del Genal rescata la biografía de la embajadora soviética Alexandra Kollontai que la escritora y diplomática malagueña Isabel Oyarzábal alumbró tras conocerse ambas en 1936.
Poco a poco, el nombre de Isabel Oyarzábal Smith va dejando de ser el de una desconocida en la Málaga que la vio nacer un día de 1878. A ello han contribuido en los últimos años el rescate de algunos de sus títulos fundamentales en editoriales independientes (Almed recuperó en 2011 por primera vez en castellano Hambre de libertad. Memorias de una embajadora republicana, publicado en 1940 en Estados Unidos; y en 2005 Mono Azul hizo lo propio con En mi hambre mando yo, aparecido en México en 1959), la reivindicación de escritoras y divulgadoras del presente como Aurora Luque y, también, la decisión de bautizar con su nombre la sala de conferencias habilitada en la antigua sede de la Diputación, en la plaza de la Marina.
Pero, en gran medida, Isabel Oyarzábal sigue siendo un misterio. Ignorar quién respondió a ese nombre significa ignorar una parte más que notable de la Historia de España, de su pensamiento y su cultura; pero, más aún, Oyarzábal fue una pieza esencial en la constitución de los primeros movimientos feministas del pasado siglo en Europa, a los que inspiró y a cuya consolidación contribuyó con actuaciones bien concretas. De modo que el viaje hacia la revelación plena de esta mujer continúa en marcha, necesariamente, porque con ella será el siglo XX el que quede al fin despojado de sus muros.
El último capítulo de esta empresa lo sirve en bandeja Ediciones del Genal con otro rescate oportuno como pocos: la biografía de la embajadora soviética Alexandra Kollontai, publicada originalmente también en inglés y traducida ahora por Andrés Arenas y Enrique Girón. Sin hacer ruido, con discreción y buen gusto, el lanzamiento sirve en bandeja una aproximación reveladora a un tiempo convulso, en el que el mundo se puso boca abajo, de la mano de dos mujeres de lucidez insobornable. Buena parte de las cuestiones candentes que arrastra el siglo XXI tienen su raíz en lo que Oyarzábal escribe sobre Kollontai. Además, ambas vidas, contempladas como mutuos reflejos, admiten una narración cercana a la aventura que abarca la Guerra Civil española, la Revolución soviética y la lucha por los derechos de las mujeres, a menudo primeras víctimas de todos los abusos.
La existencia de Isabel Oyarzábal, hija de padre español y madre escocesa, adquirió un cariz cosmopolita ya en su infancia. Después de estudiar en Londres se instaló en 1905 en Madrid, donde empezó a trabajar como actriz. Pero tras el alumbramiento de una conciencia política armada de razones terminó de decantarse por el periodismo. Ejerció el oficio en El Sol y en el Daily Herald, del que fue corresponsal en España durante seis años. Fundó y dirigió revistas, publicó novelas, ensayos y obras de teatro y, con el tiempo, amplió su función de corresponsal a otros medios ingleses como el Standard y la agencia Laffan. Al mismo tiempo, Oyarzábal fue dirigiendo su compromiso político hacia el feminismo contribuyendo a la causa del movimiento, impartiendo conferencias y publicando artículos.
Participó como delegada en los congresos de mujeres sufragistas de Ginebra y Roma e impulsó la fundación del primer club de mujeres de Madrid (la conquista del sufragio femenino en España, materializado por primera vez en las elecciones de 1933, habría sido imposible sin los logros intelectuales y sociales de Isabel Oyarzábal). Durante la Segunda República asumió cargos de responsabilidad en la Conferencia Internacional del Trabajo y, posteriormente, el Gobierno le encargó la tarea de impartir conferencias en Estados Unidos y Canadá a favor de la República, una misión harto delicada de la que dependía en gran medida la proyección internacional del país. Este ascenso derivó, finalmente, en el nombramiento de Oyarzábal en 1936 como ministra plenipotenciaria en Suecia y Finlandia, y con ello la escritora malagueña entró de lleno en la Historia al ser la primera mujer que asumía en España un cargo de semejante responsabilidad.
Pero aquel éxito se tornó pronto en amargura: la Guerra Civil la condujo apenas meses después al exilio. Oyarzábal se instaló en México con su marido, el pintor Ceferino Palencia, y sus dos hijos. Allí escribió sus dos libros de memorias, Hambre de libertad y Rescoldos de libertad. Siempre mantuvo firme la promesa y la esperanza de volver a España, pero el tiempo jugó en su contra y la muerte se la llevó sólo un año antes que a Franco. Después, el olvido hizo el resto.
Fue precisamente en Estocolmo donde Oyarzábal conoció en 1936 a Alexandra Kollontai (San Petersburgo, 1872 - Moscú, 1952), entonces embajadora de la Unión Soviética. Ambas entablaron una amistad que perduró más allá de las distancias y las diásporas y que llevó a la primera a escribir la biografía de la segunda, conducida igualmente por una decidida ambición reformadora. Hija de un general liberal del ejército del zar, Kollontai fue testigo directo de la Revolución de 1905 y sólo 12 años después ya compartía tareas de responsabilidad con Lenin, quien llegó a nombrarla ministra de Bienestar Social. Sus años de formación en Alemania, su instinto político, su mano izquierda y su asombrosa capacidad conciliadora la convirtieron en una embajadora idónea para una Unión Soviética que, como la República Española, aunque con sus evidentes particularidades, buscaba la aprobación y la complicidad de las primeras potencias del planeta.
Kollontai ejerció así la función diplomática en Noruega, México y Suecia mientras se convertía en una afilada escritora de novelas, en las que dio buena cuenta de la situación de la mujer en el experimento soviético. Precisamente, y tal y como recoge no sin admiración Oyarzábal en su biografía, Kollontai, aunque entregada sin fisuras al régimen comunista, no dudó en denunciar que, en lo que a la mujer se trataba, la revolución todavía estaba pendiente. Y fue tal su empeño que Lenin hizo suyas sus ideas al afirmar en su discurso sobre los derechos de las mujeres, ya en 1918: "A pesar de todas las leyes liberadoras aprobadas, la mujer sigue siendo una esclava doméstica, porque el trabajo del hogar la aliena, asfixia, degrada, la encadena a la cocina y al cuarto de los niños, y malgasta sus energías en tareas totalmente improductivas, triviales, agotadoras y estériles". En gran medida, ya se sabe, las cadenas perduran. Aunque no faltan maestras que señalan el camino.
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