Creadoras ocultas
Mujeres artistas de la antigua Grecia | Crítica
El rastro de las mujeres artistas de la antigua Grecia se remonta a las tejedoras de la ‘Odisea’ y llega hasta las pintoras representadas en los frescos de Pompeya
La ficha
Mujeres artistas de la antigua Grecia. Marta Carrasco Ferrer y Miguel Ángel Elvira Barba. Reino de Cordelia. Madrid, 2024. 88 páginas. 17,95 euros
En su antología Grecorromanas, publicada hace unos años por Austral, recogía Aurora Luque los nombres de cuarenta poetas griegas y latinas que en su mayor parte son sólo eso, nombres, pues con la altísima excepción de Safo de Lesbos, la única mujer que perteneció al canon de la poesía antigua y cuya obra, aunque sólo en parte, se ha transmitido hasta hoy mismo, los versos por los que fueron conocidas se han perdido casi completamente. Unos pocos poemas o fragmentos, sumados a noticias biográficas insertas en obras ajenas o en los recuentos de los eruditos, es lo único que ha quedado, y menos todavía es lo que puede reconstruirse si extendemos la pesquisa, como han hecho los historiadores Marta Carrasco Ferrer y Miguel Ángel Elvira Barba, al ámbito de la pintura y las artes decorativas, donde no han quedado más que testimonios y vestigios indirectos. Los hay, sin embargo, e importa señalarlo porque en efecto, como apuntan los autores de Mujeres artistas de la antigua Grecia, suele afirmarse que las primeras “creadoras ocultas” en la tradición de Occidente fueron las iluminadoras y miniaturistas que dejaron su firma –y a veces discretos autorretratos– en los manuscritos medievales. No fue así y ya el primer Renacimiento dedicó homenajes expresos a las pioneras de la Antigüedad, cuyos nombres se han conservado gracias a la prodigiosa Historia natural de Plinio el Viejo.
Publicado por Reino de Cordelia en una hermosa edición ilustrada, el libro de Carrasco y Elvira es apenas opúsculo, pero pese a su brevedad y más allá de su propósito reivindicativo explica muy bien el contexto cultural en el que se desenvolvieron las protagonistas y el imaginario mítico del que se nutrían, que antes de pasar a las grandes obras de las épocas clásica y helenística ya estaba presente en los trabajos artesanales de la edad arcaica. Por esa razón, se trata en primer lugar del bordado y el tapiz, artes domésticas y específicamente femeninas cuyos resultados, salvo rarísimas excepciones, no han resistido el paso de los siglos, pero pueden imaginarse a través de las descripciones literarias, los motivos consignados en la cerámica y los reproducidos en los relieves. Ya en la Odisea, cuando se describe la estancia del héroe errante en la corte de los feacios, Homero habla de “delicadas telas hábilmente tejidas, obras de mujeres” acogidas a la inspiración de Atenea, del mismo modo que los escultores se desenvolvían bajo el patronazgo de Hefesto. Y en los siglos siguientes no faltarán las referencias al oficio, ejercido por esclavas y por mujeres libres, confinadas en el hogar o incluso en talleres, señal inequívoca de prestigio. Procedente de Asia Menor, explican los autores, el mosaico, hecho con guijarros o más tarde con teselas, sustituyó a las alfombras sin dejar de remitir a las labores textiles de donde tomó los modelos y el repertorio de motivos geométricos o figurativos, con una amplia representación de la mitología en la que comparecen dioses, héroes y bestias, reales o imaginarias. Particularmente significativa es la fábula de Aracne y su osado reto a la mismísima Atenea, recogida por Ovidio en las Metamorfosis –donde se precisa que la tejedora no era “ilustre por su nacimiento ni por su linaje, sino por su arte”– y por Velázquez al fondo del famoso lienzo de Las hilanderas.
En buena parte perdida por la caducidad de los soportes, o sea las tablas o muros, la pintura helénica ya fue historiada por los antiguos que atribuían a una mujer el papel de iniciadora. Contemporánea de Safo, la llamada “joven corintia”, hija del ceramista Butades de Sición, habría sido la inventora del retrato, por el ingenioso procedimiento de siluetear la sombra de su enamorado para reproducir el contorno. Esta escena inaugural, transmitida por varias fuentes, se refleja en una obra típicamente neoclásica de Jean-Baptiste Regnault, titulada El origen de la pintura. Sabemos por los testimonios de la cerámica, aunque no se conserve ninguna vasija firmada por mano femenina, que al menos algunas mujeres formaron parte de los alfares áticos. Cuadros desaparecidos parecen haber servido de modelos para las imágenes reproducidas en los frescos, entre ellos el de Herculano –El actor rey– que muestra a una mujer arrodillada firmando su obra. Y siete son los nombres que integran el canon no masculino de época helenística, transcritos por Plinio: Timarete, Irene, Calipso, Aristarete, Laia y Olimpias, a los que Carrasco y Elvira suman los de Anaxandra de Sición y Helena la Egipcia, autora de una Batalla de Isos que quizá inspirara el impresionante Mosaico de Alejandro descubierto en Pompeya, donde se conservan varios retratos de mujeres pintoras. Al hilo de lo poco que se sabe de ellas, hijas o discípulas de artistas conocidos, los autores ofrecen una síntesis reveladora que da cuenta inequívoca de su rastro y concluye señalando la ausencia de herederas en la Roma del Imperio.
La estirpe de Aracne
El telar aparece inevitablemente asociado al personaje de Penélope en la Odisea, a través del velo o sudario que decía tejer para la mortaja de su suegro, Laertes, nunca terminado porque la mujer del rey de Ítaca deshacía por la noche el trabajo del día, un ardid que le permitió retrasar indefinidamente el compromiso con los pretendientes que la asediaban. Se trata de un motivo muchas veces citado o reproducido, pero en la Ilíada se atribuyen trabajos similares a Andrómaca, la esposa de Héctor, y también a Helena de Troya. Aunque los pasajes que describen las telas –casi nunca queda claro en los textos si se trata de tejidos o bordados– podrían ser interpolaciones posteriores, el testimonio de los poemas homéricos es factible a juicio de Carrasco y Elvira, que lo ponen en relación con restos casi coetáneos como un ídolo de barro, procedente de Beocia, en cuyo vestido danzan mujeres con las manos entrelazadas. Tapices, colchas y cobertores, o prendas como los llamados “peplos de Atenea”, se hacen más suntuosos en la época alejandrina, caracterizada por un mayor refinamiento compositivo y cromático del que da cuenta la descripción del manto de Jasón en las Argonáuticas de Apolonio de Rodas. Muchos siglos después, en su De claris mulieribus, el humanista Boccaccio no dejaría de referirse al mito de Aracne, la brava tejedora que pagó cara su autoconciencia de artista.
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