Un pintor de barrio reconocido en el mundo
Muere Manuel Salinas
Manuel Salinas eligió la abstracción y la vanguardia, pero también fue un hombre de tradiciones
Un pintor de barrio reconocido en el mundo entero. Un día le dije que era el Salinger de la pintura. Le pedí un currículum para escribir un perfil suyo en Diario 16 y en un sobre me mandó un sobrio catálogo donde ponía: Manuel Salinas. Sevilla, 1940. Su padre era un sevillano de familia de abolengo que se enamoró de María Asunción Milá, una catalana de Esplugas de Llobregat, ascendiente de periodistas (tía carnal de Mercedes y Lorenzo Milá), a la que conoció en una visita de esta catalana a Sevilla en 1938, en plena guerra civil.
María Asunción Milá celebró sus cien años en Esplugas, rodeada de sus hijos, nietos y bisnietos. Presidió la Asociación contra la Pena de Muerte y con la de su primogénito, el pintor Manuel Salinas, el mayor de sus doce hijos varones, es la segunda muerte de su prole que tiene que lamentar. Casi nadie sabía que ese señor que tomaba una cerveza en el bar Las Columnas o en el que está en la antigua academia de Realito, tenía obra expuesta en Nueva York, Tokyo, Nueva Delhi, México o Budapest. Fascinado por la Sevilla amurallada, nunca pintó la Giralda, su señora totémica entre los símbolos. Eligió la abstracción por pensar que el arte realista o figurativo es una brillante manifestación de copistería.
Un artista muy de vanguardia, pero celoso de las tradiciones. Valgan tres ejemplos: cuando la hermandad del Valle le encargó que pintara el paño de la Verónica, se hizo hermano de esa corporación con sede en la iglesia de la Anunciación; en un paseo por la ciudad, al contemplar las Setas de Jürgen Mayer decía que esa construcción estaba muy bien para una gasolinera de Las Vegas, pero no entre la Campana y San Pedro; era feligrés del Gran Poder, Señor de Sevilla, de misa vespertina, y de la calle donde vivía y tenía su estudio.
Su primera exposición la realizó en 1962, durante el servicio militar. El pintor abstracto del barrio de san Lorenzo acababa de pintar la fachada de su casa y habilitar como nuevo espacio Casa Joaquín, el bar que acogió la tertulia Cuadernos de Roldán y donde Salinas tenía uno de sus grandes admiradores, el tabernero y poeta gallego Joaquín Castro, fallecido hace un par de años, y después a su hijo Javier. Salinas era una institución caminante entre Santa Ana y el Duque. Se cortaba el pelo en Melado, tocayo y coetáneo, también de 1940. Llevaban años de cordial y respetuoso silencio. Salinas salió de joven en la Quinta Angustia y era hermano de la Caridad; con el legado de Mañara lloró con la discreción de los buenos amigos la muerte de su amigo del alma el fotógrafo Atín Aya, que con el pintor y con Diego Carrasco, su huésped y compañero, formaban una de las cofradías civiles más fértiles y guasonas de la ciudad.
Era devoto de la Semana Santa, testigo en primera fila de la famosa Madrugá del año 2000, y agnóstico de la Feria. Alguna vez lo vimos dar esos trazos rotundos de sangre, amapola y petróleo mientras escuchaba en un casette chistes de la Esmeralda. Era políticamente incorrecto, uno de los seres más libres que uno podía imaginar. Padre de dos hijas, Inés y Myriam. Forma parte de la galería de artistas a quienes la Maestranza encargó el cartel, una iniciativa de su amigo el pintor y maestrante Juan Maestre. Un toro de Salinas que nunca fue devuelto a los corrales.
En años de degradación de la Alameda, Salinas fue de los que lideró la defensa vecinal contra la impunidad con que contaban los traficantes de drogas que tenían soliviantados a los residentes. Un tipo generoso, muy respetado por sus colegas, criado en una casa-palacio, pero feliz de confundirse con el común y pasar desapercibido con su caña de cerveza en Las Columnas. ¿Quién dijo Sheraton?
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