REAL ORQUESTA SINFÓNICA DE SEVILLA | CRÍTICA
Pasión juvenil y técnica
Entrevista
Aunque su figura se diluye en la leyenda, hoy se acepta sin reservas la evidencia de que el emperador Tewodros (Teodoro) II fue el artífice de la unificación administrativa de los distintos territorios de Abisinia y el germen de la Etiopía moderna en el siglo XIX. El monarca también es conocido por su contribución al fenomenal conflicto diplomático con el Reino Unido en el que se implicó la reina Victoria y que motivó la expedición británica enviada a Etiopía al mando del general Robert Napier. En 1883, quince años después de la muerte del emperador, el memorialista, ministro y matemático rumano Ion Ghica apuntó en una carta la posibilidad de que Teodoro II, cuyo nombre original era Kassa Haile Giorgis, hubiera nacido en Ghergani, en el Principado de Valaquia. A comienzos de los años 80, un joven Mircea Cărtărescu (Bucarest, 1956) tuvo ocasión de leer la carta de Ghica y nació así la idea de una novela que tardaría en gestarse cuatro décadas: Theodoros es una colosal aproximación a la naturaleza fantástica de la Historia en la que se cuelan el rey Salomón y la reina de Saba, el bisabuelo de John Lennon, Las mil y una noches y otras referencias asombrosas. El autor de libros como Solenoide y la trilogía Cegador, referencia esencial de la literatura europea contemporánea, firma una cima distinguida en su trayectoria con esta inagotable novela de aventuras que llegará a las librerías el próximo día 23 de la mano de la editorial Impedimenta con la traducción no menos asombrosa de Marian Ochoa de Eribe.
-¿Quedaba mucho de la idea original de Theodoros en la novela acabada cuarenta años después?
-Los libros no llegan cuando queremos nosotros, sino cuando quieren ellos. “Habent sua fata libelli”, decían los antiguos, y tenían razón, porque cualquier libro es un organismo vivo, dotado de voluntad propia, que elige cuidadosamente los astros (y la pluma) bajo los cuales quiere aparecer. No habría podido escribir Theodoros hace cuarenta años, cuando llamó mi atención por primera vez la pequeña anécdota del olvidado memorialista Ion Ghica, ni hace treinta años, ni hace tampoco veinte. Intenté comenzar el libro hace diez años y no salió nada. Fue necesario que se alinearan los astros, que se abriera la ventana oportuna solo para esta novela, tal y como la puerta de la ley de Kafka se abría solo para aquel que hubiera esperado toda la vida ante ella. No sé a qué dioses debo estar agradecido por haber podido escribir Theodoros, incluso tras cuarenta años de gestación. Desde un punto de vista etimológico, ese nombre significa regalo de Dios, y para mí ha sido verdaderamente un regalo inesperado, más precioso aún por lo diferente que resulta respecto a mis libros anteriores, Melancolía y Solenoide.
-En la Nota final del libro cuenta usted que el proyecto se fue demorando hasta la época de “depresión, confusión, pandemias y guerras” en la que encontró el tiempo suficiente para escribir la novela. ¿Fue cuestión, únicamente, de disponer del tiempo material, o de alguna forma esa época de confusión y caos le brindó el contexto idóneo para escribirla?
-Lo más importante en la escritura de este libro no ha sido el contexto (aunque la pandemia, mi crisis personal vinculada al paso del tiempo, el estado miserable del mundo en el que vivimos, con tantas guerras y catástrofes, hayan contribuido también), sino mi madurez artística. He adquirido unos conocimientos que no alcanzaba a imaginar hace unas décadas. Sé mucho mejor qué puedo y qué no puedo hacer, comprendo mejor el asombroso e infinitamente complejo arte de la literatura. En el proceso de escritura de Theodoros he recurrido al arte del relojero, que implica una visión clara, una lógica cartesiana en la combinación de las rueditas y de los muelles, la simultaneidad en el funcionamiento de todos los componentes. En palabras de Tomás de Aquino, citado por Joyce, integritas, claritas, consonantia. Al escribir esta novela he intentado anular -de hecho, aniquilar- la distinción entre lo clásico y lo moderno.
-¿Cómo situaría esta novela en el marco de su trayectoria, como una pieza perfectamente integrada o como una isla aparte?
-Los libros que he acumulado a lo largo de una prolongada actividad literaria -y creo que puedo numerar casi treinta volúmenes hasta ahora- son al mismo tiempo muy similares y extremadamente diferentes. Por lo demás, las dos objeciones que me han planteado siempre en el mundo literario rumano (que no destaca por su generosidad) son diametralmente opuestas. “Cărtărescu es demasiado monótono. Si has leído un libro suyo, los has leído todos”, dicen unos, mientras que otros, por el contrario, afirman que “Cărtărescu es demasiado diferente de un libro a otro como para ser un escritor verdaderamente serio”. Pero tal y como afirmaba sobre cada uno de mis libros tomado por separado, también el flujo de mis textos considerado como un todo es orgánico, tiene vida propia, forma meandros como los de un río, avanza y retrocede siguiendo una lógica enigmática. No soy yo quien controla las cosas, soy tan solo el que proporciona las obsesiones, los arquetipos, los manierismos estilísticos que configuran la esencia de mi literatura. Más allá del ropaje lingüístico de cada libro, ellos conservan -espero- la coherencia y la originalidad de mi escritura desde la primera página de hace ahora cincuenta años hasta la que he escrito hace un par de horas.
"No soy yo quien controla las cosas, soy tan solo el que proporciona las obsesiones, los arquetipos, los manierismos estilísticos que configuran la esencia de mi literatura"
-De entrada, parece una obra situada más cerca de El Levante que de, por ejemplo, Solenoide.
-El Levante es uno de mis mejores textos, por desgracia imposible de traducir en gran medida (tal y como lo es parcialmente también Theodoros). Se trata de un poema épico en verso formado por siete mil alejandrinos. Es además una historia paródica de la poesía rumana. El parecido entre Theodoros y El Levante es real solo en lo relativo al marco general: ambos abarcan la historia del siglo XIX. El resto, sin embargo, es diferente. La alternativa era haber escrito de nuevo algo parecido a la novela Solenoide pero, en mi opinión, incluso un solo Solenoide es ya suficiente para nuestro mundo, un segundo habría sido totalmente insoportable, empezando por mí mismo. Solenoide es, por lo demás, un regreso a Cegador, así como Melancolía es un regreso a Nostalgia, escrita treinta años antes. Mis textos no se desarrollan de manera lineal, sino en espiral, con el retorno de los mismos temas e imágenes en una espiral superior.
-Mientras leía la novela me acordé más de una vez de Salambó, de Flaubert. En Flaubert, nuestro contemporáneo, Mario Vargas Llosa subraya cómo Flaubert crea un nuevo realismo a partir del compromiso con “la palabra exacta” (“le mot juste”). ¿En qué medida escribió usted Theodoros bajo ese mismo compromiso?
-Leí Salambó cuando era un adolescente y no me causó una gran impresión. Me quedé, sin embargo, con las escenas de las batallas, las armaduras bárbaras, las costumbres exóticas que encontré más adelante cuando leí las Historias de Heródoto. Tenía un recuerdo vago de la novela de Flaubert mientras escribía Theodoros, pero no puedo decir que haya sido una influencia importante. Nadie puede escapar de Flaubert, por supuesto, pues él es el creador de la modernidad en la prosa, el abuelo de todos nosotros. Sí, su legendaria exactitud, le mot juste es lo que yo también busco, porque cuanto más fantástico, más onírico, más alucinatorio sea el contenido, más importante es ser exacto. La cartografía del sueño lúcido que es cada obra de arte exige una gran propiedad de los términos, no es lo mismo decir en un texto literario pero o sin embargo. Dalí llamaba a su método “paranoico-crítico”: el segundo término remite precisamente al cartesianismo necesario de la obra de arte.
-También nos recuerda Vargas Llosa que Flaubert valoraba la perfección de cada frase en función de su musicalidad, de cómo suena al oído. ¿Hasta qué punto es la musicalidad en su narrativa importante para usted?
-Theodoros puede ser considerado también como una ópera musical, con coros, recitativos, con una escenografía barroca… El primer capítulo es la obertura de esa ópera y comprende todos los temas que serán desarrollados a continuación. La armonía y el contrapunto tienen aquí una contribución fundamental a través de la alternancia de las escenas y de los cambios de registro lingüístico. De hecho, puedo comparar tipológicamente Theodoros con cualquier obra de arte muy compleja que necesite una gran sincronización entre las partes como, por ejemplo, el Altar de Gante de Van Eyck o La flauta mágica o El nombre de la rosa de Umberto Eco. Por otra parte, puedo compararlo con textos en los que la fantasía no conoce límites, como las novelas de Rabelais, Las mil y una noches o Cien años de soledad. De hecho, siempre he tenido este último libro en mente como un ideal casi inalcanzable: me he preguntado todo el tiempo si podré escribir alguna vez algo tan maravilloso como esa gran novela de García Márquez.
-Vargas Llosa sitúa también en Flaubert la inauguración del narrador como personaje de ficción. El narrador de Theodoros, expresado en segunda persona, tiene una presencia arrolladora. ¿Cómo lo fue construyendo? ¿Fue un proceso, digamos, rápido, o se tomó su tiempo?
-Es una insensatez escribir un libro en segunda persona. Tienes todas las posibilidades de crispar al lector, de hacer que tire tu libro una vez leídas las primeras diez páginas. Solo conozco un libro escrito en segunda persona más o menos conseguido, La modificación de Michel Butor. Para mí era un riesgo enorme, pero también una tentación enorme. Hablar en segunda persona durante seiscientas páginas es una construcción que exige mucho cuidado y una justificación seria. Mi justificación ha sido de naturaleza ética. En definitiva, mi novela, al igual que la de Kafka, es un proceso en el sentido jurídico de la palabra. El personaje es el acusado que debe presentarse ante el Tribunal. La segunda persona habla desde arriba, es denigrante, humillante, dominante. Los arcángeles que juzgan la vida de Theodoros desde sus nubes tienen toda la autoridad que supone la segunda persona. En la escena de la catedral de la novela El proceso, el sacerdote se dirige a Joseph K. también en segunda persona, la de la autoridad con derecho a juzgar. La sorpresa ética de mi libro es que el personaje no es juzgado al final. Theodoros es un texto totalmente antimaniqueo. Se mantiene sin embargo la dificultad extrema de hace que el lector se olvide, desde el principio, de la persona a la que se habla, que integre con naturalidad el artificio de la segunda persona. Yo confío en haber conseguido crear esa ilusión necesaria. Todo está vinculado a la gran estampa del Juicio Final -el estrato metafísico y escatológico del libro-, que espero que eleve su sustancia épica y lo haga levitar, como Bucarest en Solenoide.
"Si nuestro mundo es una simulación, un juego de sombras, la Historia es, por supuesto, también ficcional"
-Respecto a la recreación del Theodoros histórico en el personaje de su novela: ¿cómo interpreta usted el binomio ficción / no ficción respecto al binomio mentira / verdad? ¿Tienen que ver, o no tienen que ver en absoluto?
-Theodoros no es el criado de Valaquia, el pirata del Archipiélago griego o el emperador de Abisinia. Theodoros c’est moi. Su mundo no existe bajo los cielos azules, sino bajo la bóveda de mi cráneo. El ropaje histórico del libro es semi-ficcional, es el velo mágico de la gran diosa, es maya, la ilusión eterna. Mi relato comienza hace tres mil años, en la corte del rey Salomón, y concluye en 2041 delante de Jerusalén, entre aviones de guerra, drones y naves de otro mundo. Es una historia soñada, ficcional, contrafactual y, al mismo tiempo, precisa en cada uno de sus detalles, pues siempre es necesaria la palabra justa de Flaubert. Mi libro no habla sobre el mundo, es un mundo en sí mismo cuyas reglas internas hay que comprender y respetar. En el mundo real, Tudor de Valaquia no podía convertirse en Tewodros II de Abisinia, pero en el mundo de mi novela he hecho que esa imposibilidad sea posible.
-Si asumiéramos sin más que la Historia es un relato de ficción, ¿no estaríamos expuestos a ciertos peligros relacionados con la tergiversación del presente? ¿No son las fake news, por ejemplo, una consecuencia de considerar que el acontecimiento nunca puede ser relatado tal cual?
-Si nuestro mundo es una simulación, un juego de sombras, como muchos filósofos y místicos, empezando con Platón, afirman desde hace milenios, la historia es, por supuesto, también ficcional. El mundo se convierte, de hecho, en una obra de arte, como una novela o una pintura o una pieza musical. Podemos confirmar si esto es así con un método muy sencillo. Para saber si estamos soñando o no, nos pellizcamos o nos damos un golpe en la mano. Si nos duele, eso significa que no estamos soñando. El dolor es lo único real, es el único criterio para eso que denominamos realidad. No vemos a las personas ni la realidad si no nos duelen de una manera u otra. ¿Te ha dolido una novela? ¿Has sentido, al leerla, la terrible agonía de la felicidad? ¿Te ha transformado, te ha elevado sobre ti mismo, te ha vuelto más complejo y mejor? Entonces era un libro verdadero. Si no te ha dolido en absoluto, no ha sido sino una fake news entre tantas otras que deforman el mundo actual como las olas del mar.
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