La mirada del suburbio
La autobiografía del británico Alan Sillitoe recrea sus orígenes más que modestos y los primeros años de su exitosa dedicación a la literatura.
La vida sin armadura. Alan Sillitoe. Trad. Antonio Lastra. Impedimenta. Madrid, 2014. 384 páginas. 22,70 euros.
Otros "jóvenes airados" del medio siglo provenían de familias burguesas, pero Alan Sillitoe era un genuino exponente de la clase obrera que en sus libros, pues sabía bien de lo que hablaba, no aparece retratada con los trazos ideales del naturalismo panfletario. Ya lo mostró desde sus impactantes primeras obras, la novela Sábado por la noche y domingo por la mañana (1958) y el libro de relatos La soledad del corredor de fondo (1959), títulos fundacionales de una generación que se revolvió con virulencia contra el orden de la posguerra. Como cualquier escritor celoso de su singularidad, Sillitoe no se reconocía en una etiqueta -Angry Young Men- que tuvo un eco periodístico inmediato y todavía hoy se invoca para describir la propuesta iconoclasta de los Amis, Braine, Osborne, Pinter y compañía, pero lo cierto es que aquella, aunque reductora, define bien la actitud de todos ellos hacia los comienzos de sus respectivos itinerarios. En su descarnada autobiografía, publicada ahora por la misma editorial, Impedimenta, que ha rescatado las dos obras citadas, Sillitoe aborda esos orígenes más que modestos y su iniciación a un oficio que lo liberaría de las penalidades del suburbio. No era la suya, como la de los incomprendidos hijos de los buenos papás, una rebeldía sin causa.
Publicada en 1995, La vida sin armadura llega sólo hasta 1961, cuando el autor -todavía treintañero pero ya reconocido- comprueba, después de haber descubierto que "escribir podía extirpar el dolor de vivir", que además es posible vivir de la escritura. La convalecencia de una tuberculosis contraída en Malasia, donde ejerció como radiotelegrafista de la RAF, y la pequeña pensión tras su retiro forzado, están en el origen de una dedicación que encadenó los fracasos -obras primerizas, rechazos editoriales, casi una década de trabajo infructuoso- antes de la exitosa publicación de su ópera prima. Dos figuras fueron determinantes en su trayectoria: la de su no menos tenaz agente Rosica Rolin y la de un sexagenario Robert Graves, el gran bardo transterrado, a quien Sillitoe frecuentó en Mallorca y que persuadió al muchacho para que abandonara los escenarios exóticos y volviera la vista a su realidad conocida, esto es, los miserables arrabales de Nottingham. Obstinado autodidacta, Sillitoe había abandonado los estudios en la primera adolescencia para trabajar en una fábrica, antes de enrolarse como voluntario en el ejército. Su niñez poco agraciada o abiertamente catastrófica transcurrió en una de esas áreas deprimidas que forman parte -aunque no sean mencionadas por los anglófilos exquisitos- del paisaje humano de Gran Bretaña, tanto como de su gran literatura.
Ya el inicio, que no puede ser más directo, deja claro que la memoria no va a transitar por los territorios edulcorados de la nostalgia. La figura brutal de un padre violento e intelectualmente mermado es descrita de un modo aséptico, distanciado, que permite imaginar lo que debió de tener de traumática: "Pegaba con frecuencia a mi madre y un recuerdo temprano es el de verla inclinarse sobre el cubo para que la sangre de su cabeza abierta no corriera por la alfombra". Como en las obras mencionadas, los estratos más bajos de la clase trabajadora son descritos por uno de los suyos de un modo que no pretende ser edificante, sino reflejar su realidad estricta. Lo que Sillitoe desea es huir, dejar atrás los problemas y la profunda miseria de un entorno degradado donde no se avista otro horizonte que la mera supervivencia. Más que en las páginas posteriores, que narran el rumbo de esa huida hasta la consagración literaria, es en esta primera parte donde se concentra -junto a los años de exilio en España, donde escribió las obras que le dieron la fama- el principal interés de la autobiografía, no sólo porque revela sin atenuantes los orígenes del autor, sino porque apunta al centro mismo de lo mejor de su obra. Sencillo, carente de retórica y alejado de cualquier forma de sensiblería, el estilo desnudo de Sillitoe refuerza la impresión de veracidad de un relato que transmite, junto a la profesión de inconformismo, un expreso llamado a la perseverancia.
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