La mirada atrapada

La mujer como muñeca sin pilas. Catarina Wallenstein es la chica rubia de Manoel de Oliveira.
La mujer como muñeca sin pilas. Catarina Wallenstein es la chica rubia de Manoel de Oliveira.
Alfonso Crespo

12 de noviembre 2009 - 05:00

Singularidades de una chica rubia. Por-Esp-Fran, 2009, 64 min. Dirección: Manoel de Oliveira Intérpretes: Ricardo Trepa, Catarina Wallenstein, Diogo Dória.

"A las tácticas de velocidad, de ruido, oponer tácticas de lentitud, de silencio". Casi todos los aforismos bressonianos le vienen bien a Oliveira, cuya Singularidades de una chica rubia es el mejor antídoto que conocemos tanto para el celuloide anémico de las jóvenes promesas del cine europeo como para el de los cineastas apoltronados que nos quieren inculcar formas de pensar en vez de regalarnos formas que piensen (sí, nos referimos otra vez a los cuellicortos de Haneke).

Oliveira, bressoniano, buñueliano y al margen de la moda, suelta obras maestras sin darse importancia, arrostrando con un buen humor envidiable el hecho de que con más de cien años pueda morir en el próximo estornudo. En Singularidades… sigue celebrando la impureza del cine con su estilo despojado y minucioso, en planos bellos y perfectos donde la palabra comparece en su singular temblor. El filme es, por un lado, la adaptación de un relato de Eça de Queiroz, una historia tragicómica de resonancias góticas que nos aconseja, a partir de los amores entre un empleado y su atractiva vecina, no fiarnos de las apariencias (así como en Hoffmann alguien podía confundir a una mujer con una autómata, aquí Macário prueba de una parecida medicina siniestra). Por otro, se trata de seguir registrando y almacenando en la memoria del cine la de su propio país y la de las demás bellas artes: la propia prosa exacta de Queiroz, los poemas de Pessoa y sus heterónimos o una composición de Debussy tocada al arpa. No es la de congelador la más accesoria de las funciones del cinematógrafo, es su esencia primera y última, y Oliveira añade aquí un nuevo capítulo a la historia de los cuerpos del cine portugués, de sus decenas de películas y de su propia familia: Silveira es la destinataria de la historia de Macário (gran Ricardo Trepa, nieto del cineasta), al que, en gesto dreyeriano, presta sus oídos pero casi nunca sus ojos, mientras que Cintra es convocado sin coartada de ficción para recitar a Caeiro. No se puede decir más sobre el cine en menos tiempo, sobre esa máquina radical hermana del tren, que igual nos embauca en el delirio que nos saca de él a tirones.

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