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Memè Scianca | Crítica
Memè Scianca. Roberto Calasso. Traducción de Edgardo Dobry. Anagrama. Barcelona, 2023. 120 páginas. 12,90 euros
Las necrológicas dedicadas a Roberto Calasso, fallecido el 28 de julio de 2021, mencionaban el hecho de que el mismo día de su muerte hubieran salido de imprenta dos breves evocaciones autobiográficas: Memè Scianca, donde el gran editor y ensayista se remontaba a su infancia florentina, y Bobi, donde rendía homenaje al cofundador del sello Adelphi, Roberto Bazlen, un hombre fundamental en la configuración de su imaginario. Podemos ahora leer el primero de ellos, cuyo extraño título reproduce el nombre que el niño Calasso se dio a sí mismo, temprano seudónimo con el que abarca sus vivencias hasta los trece años. Ya entonces, a la edad de doce, hizo un primer intento de escribir unas memorias –"Oía cómo llegaba el verano por el bulevar", era la frase inicial– que no tuvo continuidad, pero en adelante "escribir quedaría ligado para siempre a la exploración de algo lejano, también en la lengua, que me parecía más urgente que cualquier cosa sobre mí, incluido yo mismo". La obra de Calasso, en efecto, ha recorrido las geografías y los milenios en busca del pensamiento, los mitos fundacionales y las distintas modalidades de la experiencia religiosa, de ahí el interés de esta memoria póstuma donde el escritor, al final de su itinerario, aborda sus propios orígenes y los primeros años de formación, convirtiéndose por una vez –para decirlo con Montaigne– en la materia de su libro.
En otro de sus últimos títulos, Cómo ordenar una biblioteca, discurría Calasso sobre el mejor modo, nada convencional, de agrupar los libros en las estanterías. Aquí renuncia también a la linealidad a la hora de presentar los recuerdos, que comparecen en forma de estampas, como fogonazos o mejor dicho como cenizas, pues "la memoria está hecha fundamentalmente de agujeros, como un territorio acribillado de cráteres volcánicos ya inactivos". Nacido en 1941, "el año más oscuro, cuando todo parecía perdido", el pequeño Roberto vivió a salto de mata mientras su padre, Francesco, jurista e historiador del Derecho, estaba en la clandestinidad y la familia se escondía en casas de campo o incluso en desvanes ante el temor de que los tomaran como rehenes. Entre esos recuerdos más antiguos, Calasso evoca a su inseparable Gnao, un gato de tela negra, y la entrada en Florencia de las tropas estadounidenses. Ya en la escuela, hace allí mismo los deberes del día siguiente y después de las clases empiezan las "benditas horas de soledad", en las que pronto la lectura ocupa el lugar de "la guerra y el fútbol", cuando aprende, de la mano de una edición popular de Cumbres borrascosas, a "sumergirse en un libro con la misma intensidad que se experimenta en el juego". La novela de Emily Brontë le abre "el camino hacia una región ignota y fascinante", el Orlando furioso ilustrado por Doré vale por una estimulante iniciación erótica, Baudelaire es el autor del primer poema memorizado, en Proust descubre una "pasión exclusiva e imperiosa". También están Simenon o las novelas policiacas angloamericanas, y la temprana atracción por la música.
Incluso antes de saber leer, el niño se ha sentido llamado por los libros, "esos objetos cuadrangulares, que no habría sabido cómo usar". Y semejante entusiasmo tiene mucho que ver con el hecho de pertenecer a una familia de intelectuales donde, frente al nacionalismo cultural que caracterizó el Ventennio, se rendía culto a la idea de Europa. No sólo el padre, sino también el abuelo materno, Ernesto Codignola, filósofo, pedagogo y fundador de la editorial La Nuova Italia, o su hija y madre de Calasso, Melisenda, que se graduó como clasicista con una tesis sobre uno de los Moralia de Plutarco y estudió las traducciones de Píndaro por Hölderlin. Por la casa del abuelo pasan personajes como Frau Bloch, amiga de Kafka y quizá madre de su hijo, los Pasternak, Jaeger o Momigliano. Resuenan a través de ellos los ecos del esplendor de la capital toscana en los inicios del Novecientos, y después el traumático final de la era de Mussolini cuando el padre de Calasso, junto con el arqueólogo Ranuccio Bianchi Bandinelli y el geógrafo Renato Biasutti, son detenidos y condenados a muerte tras el asesinato del pensador y exministro fascista Giovanni Gentile. Gracias a la doble intercesión de la familia Gentile, que rechazó cualquier represalia, y del cónsul alemán Gerhard Wolf, los presos son liberados, y el episodio le sirve al memorialista para contraponer una chusca anécdota ocurrida durante la visita de Hitler a Italia, con el propio Bianchi como guía, y la magnanimidad del diplomático, que representaría el impulso de la civilización incluso en tiempo de barbarie. Aislando los años florentinos de la etapa posterior, ya en Roma, Calasso encapsula el ayer más remoto como una unidad de sentido que nos permite acceder, en páginas claras y desprovistas de artificio, a la conmovedora prehistoria del humanista.
La legendaria figura de Roberto Bazlen, Bobi, artífice junto con Luciano Foà de la editorial –Adelphi, fundada en 1962– que años después dirigiría el propio Calasso, representa el modelo del maestro oral, lector y crítico de erudición extraordinaria que apenas condescendió a la escritura. Fallecido en 1965, el editor triestino sólo llegó a ver publicada la primera entrega de la Biblioteca Adelphi, La otra parte de Alfred Kubin, "un libro –escribe Calasso– que le gustaba mucho no sólo porque era el Kafka más bello antes de Kafka, sino porque la otra parte era el mismo lugar donde se ubicaría Adelphi", pero antes había trabajado para Einaudi donde acogió a nombres mayores como Musil, Broch o Gombrowicz, apoyó la obra de sus paisanos Svevo y Saba y difundió la de otros muchos escritores, en particular centroeuropeos. Extravagante y enigmático, Bazlen permaneció inédito hasta su muerte y sólo después aparecieron algunas de sus notas e informes de lectura, además de una novela inacabada, El capitán de altura, que había empezado en 1944 y fue dada a conocer –está de nuevo disponible en el catálogo de Trama– en edición de Calasso, que la calificó de anti-Odisea. Discípulo universitario de Mario Praz, otro gran sabio extemporáneo, el florentino encontró en Bazlen a un genuino mentor en el oficio y se mantuvo fiel a su consigna: "Sólo haremos los libros que nos gusten mucho".
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