Melancolía musical de origen sevillano

JAVIER NÚÑEZ | CRÍTICA

Javier Núñez en el Espacio Turina.
Javier Núñez en el Espacio Turina. / Luis Ollero

La ficha

****Clave en Turina. Programa: Sonatas nº 5 en Fa sostenido menor, nº 3 en Re mayor, nº 6 en Mi menor, nº 4 en Sol menor, nº 12 en Fa mayor y nº 1 en Do menor, de Manuel Blasco de Nebra; Sonata nº 9 en Do menor, de Josep Gallés; Variaciones sobre el Fandango Español, de Félix Máximo López. Clave: Javier Núñez. Lugar: Espacio Turina. Fecha: Martes, 29 de octubre. Aforo: Un tercio. 

En la Sevilla en la que vivió Manuel Blasco de Nebra, entre 1750 y 1784, eran ya bien conocidos los pianofortes. Y no sólo eran conocidos, sino que en esta ciudad hubo dos muy reconocidos talleres de fabricación de los nuevos intrumentos, el de Francisco Pérez Mirabal a mediados de siglo y el de Juan del Mármol en la década de los setenta y ochenta. Este último creó incluso algún intrumento mixto que presentaba tanto plumas como martillos, a caballo entre el clave y el piano.

Las sonatas de Blasco de Nebra ofrecen en sus portadas la posibilidad de ser interpretadas por cualquiera de los dos instrumentos. Javier Núñez nos las ha traído a este concierto desde su clave de maravillosos sonidos y colores. Los tiempos lentos de las sonatas fueron abordados con extremado mimo, pensando el peso de cada nota y poniendo de relieve el valor expresivo de los silencios. Llevó hasta el límite el tempo lento recreándose así en las abundantes y sorpresivas modulaciones, abundando así en el perfil soñador, pensativo, como de fantasía melancólica (sobre todo en las sonatas nº 5 y 1). Incluso se ayudó de los cambios de registro y teclado para ganar en gama cromática.

Precisamente esos cambios de teclado sirvieron para suplir las virtualidades de la alternancia piano/forte que el clave no permite. En las sonatas más de filiación scarlatiana funcionó gracias a la limpieza y agilidad de su digitación y la fantasía de su ornamentación. Y lo mismo en la de Gallés, muy atada al modelo del compositor napolitano. Pero en otras, la música parecía estar pidiendo el piano y los pedales para evitar ciertos pasajes borrosos. Fue el caso del Adagio de la sonata nº 4, que en sus primeros compases presenta uno abruptos cambios de densidad, de manera que más adelante la espesura de las texturas de algunos pasajes (bien en acordes, bien arpegiados) derivaba en cierta confusión dada la invariable vibración del clave frente a las posibilidades de controlar la resonancia de los apagadores del pianoforte. Y culminó el recital con toda una lección de sentido del ritmo (ya disfrutado en la muy castiza sonata de Gallés) y de virtuosismo con las variaciones sobre el fandango de Félix Máximo López.

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