Las máscaras del antihéroe

Galardonada en Francia con los premios más importantes, la última novela de Emmanuel Carrère recrea la rocambolesca trayectoria de Eduard Limónov.

Retrato del escritor francés Emmanuel Carrère (París, 1957).
Ignacio F. Garmendia

31 de marzo 2013 - 05:00

Limónov.Emmanuel Carrère. Trad. Jaime Zulaika. Anagrama. Barcelona, 2013. 400 páginas. 19,90 euros

Fiel a su predilección por las historias reales, Emmanuel Carrère no ha necesitado inventar nada para escribir su celebrada novela sobre el escritor y aventurero ruso, una narración que en muchos momentos se aproxima a la crónica y de hecho comenzó en forma de reportaje. La turbulenta trayectoria de Limónov -nacido Eduard Veniamínovich Savenko- lo define como un oportunista que en todo tiempo ha buscado la notoriedad y el escándalo, un aventurero sin escrúpulos morales pero dotado de una vitalidad sorprendente en sus sucesivas encarnaciones de pícaro buscavidas, arribista con encanto, disidente por conveniencia, maldito por convicción, guerrillero de opereta, disciplinado preso político o inverosímil activista ultra. Carrère ofrece todos los datos que permiten calificar a Limónov como un sujeto poco recomendable, pero el autor no se permite juzgarlo y cuando aventura alguna opinión lo hace desde una actitud de cierta simpatía, inspirada por el recuerdo de su época parisina -ya entonces mantuvo con él una entrevista- y sobre todo por la impresión, reiterada en varias ocasiones, de que pese a su evidente egolatría el personaje no ha carecido de valor ni de coherencia -así lo juzgan algunos de sus compatriotas- a la hora de enfrentarse a las autoridades de la Rusia de Putin, archienemigo de Limónov pero nostálgico como su oponente -de hecho Carrère aprecia curiosos paralelismos- del dudoso esplendor de la era soviética.

Hijo acomplejado de un oficial chequista de poca monta, dominado por una esposa castigadora. Joven delincuente en la deprimida ciudad ucraniana de Sáltov, de la que huyó para ir a Moscú. Poeta vanguardista e intelectual disidente, sostenido por una amante de la que se aprovecha para hacer contactos. Exiliado en Estados Unidos, donde se enfrenta a los círculos de expatriados o al odiado Joseph Brodsky -su contrafigura o némesis, a juicio de Limónov- y sobrevive a varios cambios de fortuna después de unos comienzos prometedores: efímero invitado a las fiestas cool, empleado doméstico en la casa de un multimillonario, miserable vagabundo por los parques de Nueva York, que le revelan un ignorado aspecto de sus aficiones del que echa mano para titular uno de sus libros: El poeta ruso prefiere a los negrazos. Aclamado autor de minorías en el underground parisino de los ochenta, donde lo conoció Carrère... Las vivencias de Limónov son la base de sus narraciones autobiográficas -dos de ellas, Historia de un servidor e Historia de un granuja, fueron publicadas en España por Ediciones del Oriente y el Mediterráneo-, caracterizadas por una voluntad transgresora que lo convirtió en autor de culto, a lo que ayudaron sus atormentados noviazgos con bellas modelos o actrices que se movían entre los ejercicios de seducción y las pulsiones autodestructivas.

Carrère no elude los episodios más equívocos o vergonzosos de la vida de Limónov, como su apoyo a la Serbia de Milosevic y Karadzic -en internet puede encontrarse un vídeo (citado por Carrère) donde el escritor conversa con este último, antes de disparar una ametralladora situada sobre una de las colinas que rodean Sarajevo- o su insospechada defensa de los logros de la URSS, que han llevado al antiguo disidente (siempre tocapelotas, por decirlo a su desinhibida manera) a militar en las filas del Partido Nacional Bolchevique -los llamados nasbols- cuya bandera reproduce el diseño nazi con la hoz y el martillo en el lugar de la esvástica. Por esta deriva lamentable, Limónov podría responder al bien documentado estereotipo del payaso totalitario -que por ejemplo representó entre nosotros, salvando las distancias, el inefable Giménez Caballero-, sólo que actualizado con unos toques de estética rockera y adaptado al paradójico escenario de la Rusia poscomunista. Si se trata de un fascista sin más o de un nacionalista bolchevique, por recurrir a su propia definición, es algo que sólo puede interesar a quienes no hayan comprendido que ambas etiquetas, u otras similares, responden a una misma aspiración política. Pero antes que por la ideología, las evoluciones de Limónov parecen marcadas por un inmoderado afán de protagonismo.

Más que con las despendoladas peripecias de su personaje, los mejores momentos de la novela tienen que ver con su paralela descripción de la vida rusa a lo largo del último medio siglo, abordada por Carrère de un modo desprejuiciado que rehúye los clichés y cuestiona en ocasiones -por ejemplo a la hora de valorar la figura de Gorbachov- el relato oficial de lo ocurrido tras el espectacular derrumbe del sistema soviético. El propio Carrère, hijo de una historiadora de origen ruso cuyos libros son mencionados en la novela, comparece a menudo, a la ya vieja nueva manera de los reporteros norteamericanos. En línea con esto último, otro de los atractivos indudables es el estilo seco, distanciado, objetivista, donde se alternan pasajes bastante crudos con otros casi periodísticos, puestos al servicio de una trama desaforada y ciertamente novelesca cuya fuente principal o casi única son los escritos autobiográficos de Limónov. Es cierto que Carrère no ha buscado contrastar ese testimonio -fuera de algunas apreciaciones, casi siempre elogiosas, de personajes reales como la periodista asesinada Anna Politkóvskaia o Elena Bonner, la viuda del Nobel Sájarov-, pero esta deliberada limitación, que rebajaría el alcance de una biografía propiamente dicha, no cuestiona el relato de una vida novelada. No es necesario compartir la fascinación de Carrère por el estrafalario y ambiguo protagonista de Limónov para disfrutar de sus rocambolescas aventuras, aunque el lector puede llegar a lamentar que no se trate de un personaje inventado.

No hay comentarios

Ver los Comentarios

También te puede interesar

ROSS. Gran Sinfónico 4 | Crítica

La ROSS arde y vibra con Prokófiev

Lo último