Carlos Navarro Antolín
La pascua de los idiotas
Fenómenos | Crítica
Sevilla/Hay en el piso superior de la Sala Atín Aya cinco vídeos breves y significativos. En tres de ellos, titulados Fantasmas, unos rostros aparecen entre llamas y en ellas se deshacen hasta reducirse a un volumen parecido a un icosaedro. Las otras dos proyecciones, llamadas Vanitas, son algo más complicadas: los rostros, análogos a esculturas de yeso, integran rasgos de semblantes distintos en mutua tensión. Tales figuras de dudosa identidad, aunque más firmes que los Fantasmas, también se quiebran poco a poco en pedazos hasta convertirse en dos signos de la caducidad, la flor y la fuente.
Las imágenes tienen la suficiente fuerza expresiva para leerlas como símbolos que remitirían a la mortalidad. Pero es preferible detenerse ante ellas, seguir paso a paso su descomposición temporal y verlas como alegorías. Porque estas piezas de Marina Núñez (Palencia, 1966) apuntan más allá de la caducidad: abren una meditación sobre la identidad. Al frecuente y extendido orgullo del yo oponen la incesante erosión del tiempo y sobre todo la marca del otro que, como una sombra, comparte la existencia del prepotente yo y cuestiona su jactancia.
El recurso a la alegoría ya emparenta estas obras con la cultura barroca. En este país y más en Andalucía, decir barroco es decir Siglo de Oro y decadencia del imperio español (mejor sería decir imperio de los Habsburgo). Con ello olvidamos muchas cosas. Por ejemplo, la impronta reflexiva de la pintura de Velázquez o Ribera: los dioses nada solemnes del primero y los filósofos-pordioseros del segundo ponen sordina al orgullo del humanismo. Así también Gracián que prefiere la educada agudeza del ingenio a la suficiencia del caballero-cortesano renacentista.
Estos tres autores conectan con una nueva cultura europea, en la que el ser humano ya no es el sereno centro del universo sino que ha de esclarecerlo mediante representaciones, las de la ciencia, a través de las matemáticas (surgen la geometría analítica y el cálculo diferencial) y la física, pero también la de la pintura con paisajes que son sobre todo elaboraciones de una naturaleza bella (Roma) o cruzada por la pasión (Holanda). Estas visiones, fragmentarias, porque no forman sistemas globales, como las summae medievales, tienen un paralelo en las cámaras de las maravillas, colecciones ya no centradas en Grecia y Roma sino que incluyen cuadros, esculturas, mapas, globos terráqueos, telescopios, cámaras lúcidas y otras curiosidades ópticas. En cada Wunderkammer hay también una representación, ciertamente fragmentada, de un mundo de perfiles aún imprecisos.
Por eso es acertada la propuesta de Marina Núñez en la sala intermedia. Cuatro vasijas, recuerdo de las Wunderkammer, oponen a la naturaleza real –restos vegetales sobre los soportes dorados– la representada: los paisajes que giran en su interior. En parecido sentido, la videoinstalación, El fuego de la visión, porque las elaboraciones del arte o de la ciencia no están al margen de la pasión, otro tema candente en la época, que preocupó a Descartes y Spinoza. Más ambiciosas son las obras tituladas Especie: una figura humana, femenina, surge en el interior de un cristal tallado con láser. ¿Un anuncio del individuo que a través de la crisis va fraguando el siglo?
En la planta baja de la sala Atín Aya, un vídeo también muy breve, titulado Fluye la carne, toca otro registro de la época: el cuerpo, frágil e irremediablemente anclado en el hacer y deshacer del acontecer natural. Quizá en este país tal sentimiento surja del cruce entre religión y decadencia civil (¿índice de ello la novela picaresca?), pero en Europa nace de una guerra de tres décadas y enorme crueldad, que ensombrece definitivamente la autoridad medieval del imperio y el papado, y las identidades que había generado. Frente al vídeo, otro hito barroco, La mujer barbuda, tratado con una gota de ironía. Seis hermosos rostros femeninos envueltos por cabellos que a veces crecen desde la cara. Un largo proceso tecnológico hace posible estas imágenes que exigen las manos expertas del dibujante.
El retorno al barroco comienza cuando empieza a experimentarse el ocaso de la modernidad. Al debilitarse las identidades fuertes –y las consiguientes utopías– potenciadas por la Ilustración, hay un afán de búsqueda en la tempestuosa cultura del siglo que antecedió al de las Luces. Así lo explican acertadamente los convincentes textos del catálogo de la comisaria de la muestra, Sara Blanco, y la profesora María Jesús Godoy. Aquel afán continúa quizá porque nuestro tiempo esté buscando una nueva identidad. Una identidad más allá de la pretendida fortaleza del yo, fuera de los moldes patriarcales, solidaria con la diversidad de culturas y contraria a una economía que sacrifique la naturaleza en aras de la producción. Pero esa búsqueda también ha de afrontar el olvido del derecho a una vida digna, el hechizo de la demagogia y el desprecio de valores como la igualdad. Repensar el barroco es pues un modo de pensar nuestra época. Así lo sugieren las obras de Marina Núñez.
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