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María Dolores Pradera: centenario de la elegancia

Salir al cine

Una biografía de Aguilar y Cabrerizo y un ciclo con sus películas en Filmoteca Española celebran el centenario del nacimiento de la gran actriz y cantante madrileña (1924-2018). 

María Dolores Pradera (1924-2018).

El pasado 29 de agosto se cumplía el centenario del nacimiento de María Dolores Pradera (Madrid, 1924-2018), actriz de teatro y cine y extraordinaria e inolvidable cantante de un exquisito repertorio de canción española y hispanoamericana, mujer siempre elegante, discreta, con un fino sentido del humor y cierto aire extranjero en una España marcada por los estragos de la Guerra Civil y atravesada por el Franquismo. Yo asocio siempre su figura a mi infancia y a mi abuela Amparo, a quien recuerdo escuchando su voz limpia y su dicción clara en tantas canciones de ida y vuelta, boleros, baladas, rancheras, valses peruanos, fados portugueses, recopiladas en un cassette que siempre anduvo entre la casa y el coche, o viéndola en programas de la televisión en blanco y negro junto a sus inseparables Gemelos.

No sabíamos entonces que la Pradera tenía a sus espaldas una larga carrera como actriz en el teatro, el cine, la radio o la televisión, tampoco que había sido la esposa de Fernando Fernán Gómez, o que aparecía junto a él en dos de las mejores películas españolas de la posguerra, Embrujo (1950), de Carlos Serrano de Osma, una ensoñación barroca y experimental sobre el flamenco, o aquella Vida en sombras (1949) de Lorenzo Llobet-Gràcia, con el tiempo convertida en filme de culto, que hablaba de los perdedores de la Guerra Civil a través de un visionario y romántico trampantojo cinéfilo. 

Pradera y Fernán Gómez en una imagen de 'Vida en sombras'.

Un centenario que se ha celebrado por ahora en dos frentes importantes: el primero, la enjundiosa biografía definitiva (María Dolores Pradera: Déjame que te cuente, Roca Editorial) escrita a cuatro manos por esa pareja portentosa de historiadores y divulgadores que son Santiago Aguilar y Felipe Cabrerizo, que añaden con su volumen otra brillante muesca a su recuperación de algunas figuras marginales de nuestro cine y nuestra cultura popular (Conchita Montes, las Montenegro, La Codorniz); el segundo, el oportuno ciclo que Filmoteca Española le dedica este mes de septiembre con la proyección de algunos de los filmes en los que trabajó entre 1941 y 1970, fecha de su retirada del medio.

Si la biografía recorre con abundante anecdotario y mucha voz propia todas las facetas artísticas, personales e íntimas de Pradera desde su infancia hasta su muerte a los 93 años, el ciclo de Filmoteca se concentra en los 30 años en los que se dedicó al cine con más voluntad alimenticia que verdadera vocación, rara vez como protagonista y por lo general en títulos que podríamos calificar de segunda línea. Sería empero en las tablas, de la mano de directores como José Tamayo o José Luis Alonso en el Teatro Español, donde la actriz, mucho más cómoda y en papeles de más entidad, modernidad y riesgo, de Shakespeare a Lorca, de Chéjov a Shaw, encontraría el verdadero éxito y un reconocimiento que nunca tuvo del todo en su paso por la gran pantalla.

Tal y como cuentan Aguilar y Cabrerizo en las notas de sala del ciclo de Filmoteca, sus primeros papeles en el cine llegan en calidad de figurante a principios de los cuarenta, papeles para los que ella misma se cosía el vestuario. No es hasta Inés de Castro (1944, Viñolas y Leitao de Barros), Altar mayor (1944) y Los habitantes de la casa deshabitada (1946), ambas de Gonzalo Delgrás, o Yo no me caso (1944, Juan de Orduña), cuando consigue ya roles más destacados, que alterna con otros en obras de Jardiel Poncela o Mihura antes del encuentro y el matrimonio con Fernán Gómez en 1945. Juntos se marchan recién casados a Barcelona contratados por Cifesa, juntos ruedan esas dos gloriosas anomalías que son Vida en sombras y Embrujo, en la primera como fantasma evocada en la pantalla por su marido, en la segunda como bailarina “de moderno” en la compañía de Lola Flores y Manolo Caracol. Con todo, ninguno de sus papeles y su perfil encajan con el prototipo de estrella que los productores buscaban por entonces, al estilo de Amparo Rivelles, Maruchi Fresno, Aurora Bautista o Ana Mariscal.

Consciente de su singularidad, Ignacio F. Iquino la incorpora al insólito westernandalucistaFuego en la sangre (1953), y Margarita Alexandre y Rafael Torrecilla cuentan con ella para La ciudad perdida (1955). Mientras tanto, y fruto de su afición por la canción, Pradera dobla ocasionalmente a otras actrices en pantalla o aparece ya cantando en títulos como Carne de horca (1953, Ladislao Vajda), Zalacaín el aventurero (1955, Juan de Orduña), Patio andaluz (1958, Jorge Griñán) o Murió hace quince años (1954, Rafael Gil), donde su personaje se asemeja ya mucho al de la cantante de sus actuaciones en los clubs nocturnos de Madrid.

Nunca demasiado cómoda en el cine y ante la cámara, argumentaba con humor que en el cine había que madrugar mucho, terminará retirándose poco a poco a comienzos de los años 60 para cerrar definitivamente su carrera en 1970 con La orilla a las órdenes de Luis Lucia, que la convence para volver una vez más interpretando a la madre superiora de un convento durante la Guerra Civil. Con todo, Pradera no dejó de actuar en el teatro y en los escenarios hasta sus últimas apariciones, donde se mantuvo tan elegante y plena de facultades vocales como en sus primeros días. Para la madrileña, cantar una canción de tres minutos también era actuar y suplantar en cierta forma, interpretar una letra y una historia (ajenas), sus afectos y emociones.

Biografía de María Dolores Pradera: Déjame que te cuente. / Roca Editorial

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