Demasiado humano
Máquinas como yo | Crítica
Planteada en clave de distopía o relato contrafactual, la nueva novela de Ian McEwan refleja el debate contemporáneo en torno a la llamada inteligencia artificial y sus implicaciones éticas
La ficha
Máquinas como yo. Ian McEwan. Trad. Jesús Zulaika. Anagrama. Barcelona, 2019. 360 páginas. 20,90 euros
"No estamos hechos para entender una mentira", dice la frase de Kipling, en El secreto de las máquinas, que ha elegido Ian McEwan como epígrafe para su última novela, donde hay mentiras y hay máquinas y hay "gente como vosotros" –leemos en el título completo– que guarda o revela secretos y padece las consecuencias de callar o de hablar demasiado.
Por su carácter un tanto digresivo, Máquinas como yo no es a nuestro juicio una obra tan redonda como otras de la espléndida última etapa del mismo McEwan, por ejemplo Chesil Beach u Operación Dulce, que algunas mentes obtusas por demasiado exquisitas –las mismas que piensan que algo no va bien cuando a un escritor puede leerlo todo el mundo– interpretaron como una concesión a los gustos del gran público. En efecto, conteniendo páginas magníficas, pues hablamos de uno de los grandes narradores vivos en cualquier lengua, la nueva entrega de McEwan se sitúa más en la línea de Solar donde el novelista, sin dejar de ejercer como tal, trataba de un asunto de la máxima actualidad con intenciones entre lúdicas y reflexivas, siempre huyendo de los lugares comunes y de las formulaciones demasiado halagüeñas.
Si de usar etiquetas se tratara, Máquinas como yo oscilaría entre la construcción distópica, aunque la realidad que refleja no se aleja demasiado del presente, y la ucronía o el relato contrafactual, en la medida en que dibuja un futuro –ya pretérito para los habitantes del tercer milenio, pues se sitúa en los años ochenta del siglo pasado– en el que el gran matemático y precursor de la informática Alan Turing no se habría quitado la vida después de haber sido juzgado y castigado por las autoridades debido a su condición homosexual.
O en el que la armada inglesa habría sido derrotada por la dictadura argentina en su intento de recuperar las Falklands, a comienzos de la citada década, sufriendo una humillación que dejaría a la nación británica con la moral por los suelos y a su máxima dirigente, la temeraria dama de hierro, al pie de los caballos. Pero la narrativa de McEwan, como la de cualquier autor que merezca la pena, no se presta a ser etiquetada, y las pequeñas correcciones de la historia conocida no parecen de hecho obedecer a otro propósito que el de incluir a Turing –que se suicidó en 1954, la biografía de Andrew Hodges citada por McEwan en los agradecimientos no tiene todavía traducción castellana– en el desarrollo de una trama cuyo tema de fondo, evidente desde el título, es la llamada inteligencia artificial y sus implicaciones para los seres humanos.
El dueño de Adán, que es el nombre común de todos los robots masculinos –los femeninos se llaman Eva, agotados cuando encargó el pedido– de la primera y reducida tirada en serie de una empresa pionera, inspirada en las tesis de Turing, es un mediocre inversor on line que después de haber probado sin constancia ni mayor empeño otras muchas opciones laborales se ha resignado a ir tirando con un empleo que le permite trabajar desde su casa mientras piensa el mejor modo de declararse a su vecina Miranda, una joven estudiante de doctorado que no rehúye el contacto pero se muestra por lo demás impenetrable.
El treintañero Charlie, que así se llama, es un personaje, como otros de McEwan, muy poco ejemplar, pero no carece de lucidez y es gracias a su relato como conocemos la historia del improbable triángulo formado por él mismo, su medio novia Miranda y el robot al que ambos –quizá para desgracia del primero– han programado juntos, de modo que a la hora de interactuar con ellos Adán se encuentra dividido entre la lealtad a sus "dos amos". La rara unidad familiar se completa con la aparición del pequeño Mark, acogido después de que sus padres biológicos se hayan desentendido de su suerte. La apariencia casi humana del robot, apenas desmentida por sus extraños ojos rayados, se extiende más allá de lo meramente físico.
¿Puede una máquina tener sentimientos? Adán es activo en el plano sexual –no mal amante, previsiblemente– e incluso manifiesta dotes artísticas como creador de haikus, transmite ideas que podríamos llamar propias y actitudes no siempre dóciles. En virtud de su creciente autonomía, conforme a la desviada conducta de tantos de sus predecesores en la ficción, el autómata acaba siendo demasiado humano. Y ya desde el principio las tortuosas relaciones del trío componen todo un tratado sobre los deseos, los celos, los límites de la infidelidad, el engaño y el autoengaño.
Las mencionadas etiquetas, los registros cercanos al sci-fi –en la alta línea de autores como Lem– o la no demasiado convincente subtrama negra importan menos que el fondo filosófico que nutre las reflexiones del narrador. Es cierto que a veces, como también ocurría en Solar cuando trataba de las nuevas energías, McEwan incurre en resabios pedagógicos, pero su mirada casi siempre irónica –impagables por ejemplo las consideraciones iniciales sobre la antropología, cuyo estudio condujo al veleidoso protagonista a un "relativismo insondable"– filtra la información manejada y permite que incluso cuando la voz del narrador se hace demasiado discursiva, casi ensayística, no deje de resultar estimulante.
La genética, la historia social, la psicología evolutiva y otras disciplinas más o menos relacionadas intervienen a la hora de dar cuenta de la "nueva era del software humanizado". El talento de McEwan se manifiesta en el modo en que todo ese fondo se combina con las peripecias de Adán y los suyos, que no exentas de comicidad evolucionan en una dirección más bien dramática.
Dejando de lado el viejo motivo, también presente, de los usos perversos que admiten buena parte de los avances en el terreno del conocimiento, el discurso de Máquinas como yo aborda la paradoja implícita en el hecho de que los extraordinarios hallazgos en el campo de la inteligencia artificial no pueden ocultar la certeza, avalada por la propia comunidad científica, de que nos encontramos muy lejos de comprender en toda su complejidad los mecanismos que rigen el funcionamiento del cerebro.
Más aún, McEwan sugiere que las dudas morales que plantea el aún incipiente campo de la robótica se solapan o suman –pues la ética no es una ciencia exacta, ni siquiera es propiamente una ciencia– a las que venimos formulando desde hace siglos, sin deducir conclusiones totalmente claras o que no planteen nuevas preguntas, a propósito del comportamiento ambiguo y contradictorio de los humanos de carne y hueso.
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