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Mapas del crimen | Crítica
'Mapas del crimen'. Drew Gray. Trad. Lorenzo Luengo. Siruela, 2020. 224 páginas. 30 euros
En diciembre de 1811, toda Inglaterra vivió conmocionada por un tremebundo suceso. La familia del artesano Timothy Marr, incluyendo a su aprendiz y un bebé de unos pocos meses, apareció en su casa reducida a pulpa con lo que parecía una maza de astillero. La escena se repitió apenas una semana más tarde, en el mismo arrabal de Londres, despertando la histeria pública: el dueño del pub King's Arm había recibido un golpe que le había destapado el cráneo, y ni su esposa ni la familia de la doncella merecieron una suerte mejor. La ayuda vecinal, más que las pesquisas de la policía (por entonces no existía propiamente un cuerpo oficial) logró identificar a cierto John Williams, marinero de paso por la ciudad, al que, cuando las fuerzas del orden irrumpieron en sus aposentos, se encontró ahorcado en la viga maestra, tal vez obligado por los remordimientos. El público se tomó este desenlace como un fraude: después de protagonizar decenas de pliegos de cordel y portadas de noticiarios amarillos (acababan de surgir), el monstruo de Wapping merecía un juicio con trompetas y una ejecución en la plaza más accesible de la capital. A falta de ello, se eligió un espectáculo igual de macabro: se colocó el cadáver de Williams en un carretón, junto al martillo del delito y un cincel que hacía pareja con él, y se le paseó por el barrio del horror, seguido por una inmensa multitud, haciéndole detenerse, en homenaje, frente a cada uno de los edificios que había profanado. Luego se le enterró en un cruce de caminos, para que su alma, de sentirse inquieta, no siguiera ofreciendo problemas a los vivos.
Los crímenes de Williams, que dieron origen al muy popular género de la crónica negra, son los que abren este instructivo, documentado, apasionante en ocasiones, Mapas del crimen, del doctor Drew Gray. Son, también, sobre los que se explaya Thomas De Quincey en la tercera parte de Del asesinato considerado como una de las bellas artes, clásico que es de justicia citar aquí, constituyendo, como lo hace, una de las fuentes indirectas de esa pasión por la sangre y el asesinato que, mediadas unas décadas, iría a desembocar en la fundación del género policíaco. El relato de De Quincey se demora en detalles morbosos y hace un suave intento de introducirse en la mente del malhechor: pero le importa más el lado alarmante o irónico del asunto, como compete a un caballero de buena cuna, drogadicto y cultísimo, que se divierte escribiendo esquelas en su castillo para escándalo de la burguesía. Recorriendo el excelente álbum del doctor Gray (nunca le dedicaremos adjetivos lo suficientemente elogiosos), uno tiene ocasión de acordarse a menudo de De Quincey. Sobre todo por un motivo: por la elegía que el inglés comedor de opio eleva al buen arte de matar con dignidad y sentido estético y su forma de deplorar lo astroso y chapucero de sus últimos practicantes. Esto es algo que se ve a las claras en los casos que repasa el doctor Gray: la mayoría de sus autores, salvo casos honrosos, son asesinos de tres al cuarto que simplemente pasaban por allí y que no se han esmerado nada de nada en redondear sus trabajos.
He empleado la palabra álbum para referirme a este Mapas del crimen. Y es justa: se trata de un muy cuidado volumen que no sólo recoge los principales hitos de la matanza, por apuñalamiento, veneno, decapitación, pistola o cordel, a lo largo del siglo XIX, aquel en que se fraguó la madurez de la ciencia forense, sino que acompaña su relato de numerosos documentos gráficos, mapas, fotografías, facsímiles de prensa, índices y estadísticas. El resultado es una gozosa enciclopedia del asesinato en sus tiempos heroicos, los del folletín y la dime novel, que pronto irían a alumbrar al mayor figurón literario de nuestro tiempo, el detective. De unos albores brutales y ciegos, en que la policía apenas existe o se confunde con el sereno y el guardavías, hasta la sofisticación de poder identificar el grupo sanguíneo en la mancha de un delantal, pasando por los descubrimientos sucesivos de los tipos balísticos, las huellas dactilares, los métodos de clasificación de los delincuentes (el famoso bertillonage), el aislamiento de los principales alcaloides de los venenos, Mapas del crimen repasa la historia, caso a caso, al modo del periódico sensacionalista y el museo de los horrores, de los grandes acontecimientos de la ciencia del delito. Para evitar el agravio comparativo, los muchos cadáveres están equitativamente distribuidos entre los cinco continentes.
Es difícil quedarse con alguna de entre el detallado elenco de atrocidades que el doctor Gray nos oferta, pero se puede hacer un intento. Está el de Williams, que abre el libro y con el que también nosotros hemos decidido encabezar esta reseña; están las múltiples degollinas de Joseph Vacher, que en el sudeste de Francia acabó con la vida, ayudándose de sus propios dientes, de hasta once mujeres, niñas y muchachos (más otros dieciséis no declarados); están los hermanos Marina, única contribución ibérica al catálogo, que defenestraron al sastre Lafuente en la madrileña calle de la Montera en 1849; está Lizzie Border, linda señorita de Massachussets que dispuso a hachazos de las cabezas de su padre y de su madre; y está, por supuesto, Jack el Destripador, cuyas hazañas el doctor Gray documenta con celo de juez instructor, sin escatimar planos de situación, recortes de prensa y fotografías que mejor mirar de reojo. Es cierto que hemos echado en falta algunos nombres de relumbrón, como los de los resurreccionistas Burke y Hare, Landrú y el doctor Petiot, o nuestra castiza Enriqueta Martí, pero también es verdad que no se adecuaban del todo a las exigencias de la antología o que corrían el riesgo de engrosarla hasta la desmesura. En cualquier caso, se trata de un título maravilloso que encandilará a todos los amantes del picadillo, preparado con un mimo y un cuidado en las formas que lo convierten en un regalo óptimo para la Navidad. Negra Navidad, por supuesto.
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