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Con películas tan diferentes como Caníbal, El autor y La hija, Manuel Martín Cuenca ha armado una de las trayectorias más singulares del cine español. Este viernes regresa a los cines con el que cree su proyecto más personal, El amor de Andrea, la historia de una adolescente gaditana (Lupe Mateo Barredo) que lucha por reencontrarse con su padre. Martín Cuenca define su nuevo filme, que concursó en los festivales de Tallín y Valladolid, como una pequeña pieza de cámara. Es, también, la obra más esperanzada de un cineasta que ha ahondado otras veces en las turbiedades del corazón humano.
–Resulta curioso que, siendo películas muy diferentes La hija y El amor de Andrea, un crudo thriller el primero y un drama esperanzado el segundo, coincidan en hablar de la paternidad.
–El amor de Andrea es un tipo de película que llevaba tiempo queriendo hacer, con una mirada y un tono más ligeros. La coguionista, Lola Mayo, y yo tuvimos una actitud casi militante: queríamos retratar a los jóvenes de ahora pero también a los jóvenes que fuimos una vez. No me gusta el retrato de la adolescencia que hacen ahora las películas y las series, que hablan de cosas como la droga, la violencia o las autolesiones pero no describen qué hay debajo de eso, que normalmente es la desestructuración de los afectos. Andrea es una chica que lee libros, que tiene sus amigos, su bicicleta, la playa, que redacta un diario en el que posiblemente no escriba grandes cosas... Es una chica de verdad. Es una pequeña heroína que tiene en sus dos hermanos, los niños, dos escuderos.
–La película refleja los daños colaterales que la ruptura de una pareja tiene en los hijos.
–Las separaciones son absolutamente legítimas, pero muy a menudo nos enredamos en batallas y guerras con nuestras ex parejas sin darnos cuenta de que los hijos se percatan de todo y lo sufren, con una emoción más limpia y más pura que nosotros. Me interesaba mucho explorar esa situación, pero hacerlo desde el punto de vista de los chavales. No me hacía falta indagar en qué había pasado entre los padres, el espectador puede intuir todo lo que ha ocurrido, pero eso no me parecía lo importante.
–En la Seminci explicó que la película revisa el concepto de masculinidad, de hombres perdidos a la hora de gestionar sus emociones.
–Estamos viviendo una época sin duda más justa, por la reivindicación del espacio de la mujer, por relaciones que son más sanas y más equitativas que antes. Pero esto ha dejado a generaciones de hombres perdidos. Yo nací en los 60 y fui educado en el machismo, en un mundo en el que había unos roles muy claros para cada uno, y he tenido que reaprender muchas cosas, lo cual es difícil pero también muy rico. Con el padre hago un retrato de la incapacidad. Podía haber sido maniqueísta, cargar las tintas, que el hombre fuera un borracho y le pegara a la mujer. Yo creo que este tipo es un buen tío, pero es un incapaz, con sus bloqueos emocionales. Su guerra con la mujer lo ha confundido y ha llevado su guerra hasta los hijos.
–Retrata una Cádiz otoñal, alejada del cliché que vincula la costa al verano.
–Me interesan muchísimo los lugares. Por lo que dicen por sí mismos, porque tienen unas condiciones físicas, y el cine al final es la luz, el mar, el viento. Pero los lugares son también la gente que los habita, los vínculos que tienen con ese espacio. Cuando preparo las películas me instalo en las ciudades donde voy a rodar, e investigo, conozco a unos y a otros, y el retrato de ese sitio sale de una manera inconsciente. Me fui a Cádiz a vivir, allí estuve un año e hice el casting, y me parece más interesante la Cádiz que recogemos, es mucho más cinematográfica en otoño.
–Pese a no transcurrir en verano, El amor de Andrea es su obra más luminosa.
–Hay una clara intención: si la película hubiese sido solo la historia de la niña, si Andrea hubiese estado sola, si no hubiese tenido a los hermanos ni al amigo, y todo se limitara a su obsesión por recuperar el trato con el padre y al enfrentamiento con la madre, habría sido una película más oscura. Y yo no quería oscuridad, quería que dentro del drama hubiese otras cosas que llevaran al personaje al juego y a la vida. Mis películas anteriores hablaban del abandono y la soledad, pero desde otro lugar, y me parecía que era el momento de proponer otro tono. Los grandes cineastas, los que me interesan, son los que no se repiten, los que tratan de encontrar su voz y siguen buscando. Yo no soy la misma persona que hace 30 años, ¿cómo va a ser igual mi cine? No reniego de lo que he hecho antes, pero sí creo que las películas tienen que reflejar tu evolución. El amor de Andrea es mi película más personal. Podía haber elegido a Antonio de la Torre para que hiciera del padre, pero me gustaba este proyecto con rostros anónimos. Veo este filme como una pequeña pieza de cámara.
–Tengo entendido que el rodaje estuvo abierto a la improvisación.
–Más que improvisación, diría flexibilidad. Grabamos la película sin aparataje, con luz natural, cronológicamente, para poder seguir el orden de la historia, y sin que ninguno de los intérpretes conociera el guión realmente, el final de la película. Había escenas en que los actores controlaban lo que tenían que decir pero desconocían la réplica que les iban a dar... El rodaje me permitió ir viendo la manera de trabajar de cada uno e ir afinando el guión para sacarles partido, reescribí la segunda parte a partir de ahí. Estábamos abiertos, porque pienso que hay que dejar que entre el azar en las películas, que entre la vida en ellas. El día que grabamos una escena importante entre el padre y los hijos hacía un tiempo de perros, y cambiamos la planificación para aprovechar eso desde el punto de vista dramático.
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