Clases de poderío con Manolo García
Manolo García | concierto
El cantante se mostró infinito, carismático y divertido en el cierre del Cabaret Festival, donde presentó su gira 'Cero Emisiones Contaminantes Desde Ya'
Las imágenes del concierto de Manolo García en el Cabaret Festival
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La noche no tardó en encenderse. No puede tener un principio más perfecto para mí un concierto en el que la primera de las canciones es una de las que tengo en mi podio de las tres mejores del pop español de siempre. Ahí figuran Lucha de gigantes, la que Antonio Vega compuso para Nacha Pop; también Evolution, compuesta por Joaquín Pascual para Mercromina y esta Insurrección que Manolo García cantaba en El Último de la Fila y anoche interpretó aquí, aunque en una versión algo diferente a la que canturreo yo en la ducha recordando aquellos años de la mitad de la década de los 80, en que la llegué a escuchar en directo hasta tres veces muy seguidas en conciertos de Alcalá y Sevilla. Pero, oigan, ni una queja por ello; García, como suele hacer Bob Dylan con sus clásicos, la recuperó llenándola de luces y de sombras, recreándola con una arquitectura diferente a la que usó al construirla originalmente. ¿Qué importa que no la cantase como dios manda si nos la estaba brindando llena de melodía y expresividad? Y no fue la única de aquellos tiempos; de su dorada sociedad con Quimi Portet fueron llegando también Llanto de pasión, Lápiz y tinta, Lejos de las leyes de los hombres, Aviones plateados, A veces se enciende, Como un burro amarrado a la puerta del baile, maravillosamente construidas; junto a todas aquellas que llenan las playlists de los gadgets de tantos y tantas sexalescentes como la que comparte la vida conmigo y pone de fondo a sus horas de jardinería y cocina Nunca el tiempo es perdido, Pájaros de barro, Rosa de Alejandría o A San Fernando. Y claro está, las nuevas que viene presentando, extraídas de sus dos discos últimos, lanzados a la vez, Mi vida en Marte y Desatinos desplumados, de las que cayeron ocho o nueve. En total fueron más de treinta las canciones que escuchamos, en un concierto que duró unas tres horas, más o menos, que ya perdí la perspectiva del tiempo, vencido por la épica.
El concierto de Manolo García de anoche tuvo lugar en el Centro Hípico de Mairena del Aljarafe, dentro del ciclo Cabaret Festival, pero de haberse centrado más en sus últimas canciones igual podría haberlo dado dentro de la ecléctica Bienal de Flamenco que también se está celebrando en estos días. Canciones como Azulea, La maturranga, Laberinto de sueños, que contaron con la colaboración de Coral Moreno, la extraordinaria bailaora malagueña, afincada en Sevilla, ciudad en la que perfeccionó su arte flamenco becada por la Fundación Cristina Heeren. Con sus bellísimos bailes dibujó un cuadro visual lleno de garra, rebosante de eso que llaman poderío; inhaló la vida traspasando sus huesos, también en piezas que nada tenían que ver con el flamenco en su origen, como esos Aviones plateados en los que nos hicieron llorar a la vez que sonreír los dos, la que bailaba y el que cantaba.
Pero hasta llegar a ese momento hay mucho que contar. La gira que nos lo trajo anoche se llama Cero Emisiones Contaminantes Desde Ya, un título que deja clara una postura reivindicativa que le hizo mostrar su apoyo a la lucha contra el cambio climático, a los trabajadores autónomos, a los currantes del campo; su oposición al constante uso del móvil, a las redes sociales, a la deshumanización de muchos aspectos de la música, en un concierto no solo lleno de magia y luz, sino también de revolución. Hay algo inevitablemente demagógico en el hecho de que una persona se dirija a otros varios miles desde encima de un escenario, algo inaceptable y forzosamente comercial en sus disertaciones sobre la ecología, la política, aunque se esté de acuerdo con la postura, las buenas intenciones y la sinceridad del cantante; pero como es eso, un cantante desgranando canciones de esas suyas que tanto conectan con la sensibilidad de todos precisamente porque no tienen un universo propio y hablan de todo, la inevitable ración de doctrina no fue demasiada y fui también yo mismo parte del público que le aplaudía entusiasmado. Un público que se entregó a él, porque García conoce perfectamente los resortes humanos y fue capaz de hacer sentir a cada uno de los presentes que las canciones las estaba susurrando solo para él, para ella, a pesar de estar rodeado por una multitud.
Antes de aparecer en el centro del escenario con Insurrección, sobre él estaban ya los músicos que le acompañaron durante todo el concierto con una introducción instrumental. Divididos en dos grupos, a la izquierda, en una plataforma, Charly Sardá a la batería y delante Íñigo Goldaracena al bajo con Albert Serrano y Ricardo Marín a las guitarras eléctricas, repartiéndose entre los dos los solos que menudearon durante todo el tiempo. Marín también es el director musical y por aquí lo conocemos mucho porque empezó a crearse un nombre teloneando a B.B. King junto a Raimundo Amador. A la derecha, sobre otra plataforma, el linense Juan Carlos García a los teclados, compañero de Manolo García desde los tiempos de El Último de la Fila; y ante él Josete Ordóñez y Víctor Iniesta con más guitarras e instrumentos de cuerda sin electrificar. Después de Nunca el tiempo es perdido, para la tercera canción, Diez mil veranos, se les unió también Olvido Lanza con su violín, que adquirió protagonismo muchas veces cuando las canciones necesitaban dulzura, como el gran momento, de los mejores de la noche, en que acompañó el vuelo de los Pájaros de barro en un magnífico trío acústico con la mandolina de Ordóñez y la guitarra española de Iniesta. No es la primera vez que veíamos tampoco a algunos de ellos por Sevilla, en lugares emblemáticos, además: a Lanza acompañando a Miguel Poveda en el Lope de Vega y a Ordóñez con Rosario Flores en la Plaza de España.
Diez mil veranos fue la primera de las canciones nuevas y no pudo empezar con una línea mejor que esta: Un vuelo daré altivo por ti para deslumbrarte. Porque eso fue lo que hizo García desde esos primeros momentos de la noche, volar y deslumbrarnos, aunque ya no fuese en uno de estos tantísimos veranos en que dice ansiar estar al lado de alguien que no somos su público, porque él ya guarda sus veranos para otros -quizás para alguien con quien bebe del irracional amor que dice en la canción-; las insoportables temperaturas, consecuencia del calentamiento global, y el cansancio que implican los 68 años y su colección de achaques, hace que ya no le apetezca viajar ni pasar noches de esfuerzo durante el estío, por eso se ha pasado tres meses descansando entre los últimos conciertos que dio, retirándose al empezar el verano, y los primeros tras retomar la gira unas horas antes de que entrase el otoño; curiosamente todos en tierras andaluzas: aquellos en Fuengirola, Córdoba y Chiclana y estos en Granada y Mairena del Aljarafe.
Otras dos vueltas al pasado, Volvíamos tarde y Mientras observo al afilador, antes de una nueva incursión a la reciente discografía con No lloras y juras, una canción que por momentos me pareció que repetía más tarde, con esos versos de los coches saliendo de Granada son gusanos de luz; pero no, ahora interpretaba Quisiera escapar, otra de las nuevas, signo inequívoco de que cuando un artista tiene tantísimas ideas apuntadas en su libreta, no está muy seguro de cuáles de ellas ha usado ya en canciones anteriores y las vuelve a usar de nuevo, dejándolas como expresiones diferentes de conceptos parecidos. Aunque a veces pensáramos que a él le parecía que sí, por la forma en que interpretaba las canciones, todos sabemos que García ya no tiene nada que demostrar. Llanto de pasión, con la que siguió, tenía ese aire como de copla antigua que ha recuperado para sus canciones más acústicas, como las flamenconas mencionadas antes, interpretadas entre medias de Como quien da un refresco, Zapatero, Rosa de Alejandría o Con los hombres azules, en la que poca gente se habría apercibido de que se equivocó si él mismo no lo reconoce al terminarla. Pájaros de barro en loor de multitud, para continuar unos minutos de oro más con Lápiz y tinta, conteniendo el mejor solo de la noche, salido de la guitarra de Serrano; Un giro teatral, Sobre el oscuro abismo en que te meces y un Viernes eterno -aunque fuese sábado, esta noche los sueños brillaban más- marcaron el inicio de la recta final del set, que se vino un poco abajo con Somos levedad para levantarse de nuevo con A San Fernando, un ratito a pie y otro caminando, aunque siempre acompañado de gente cantando.
Pero Manolo García, infinito, divertido, carismático, no estaba dispuesto a retirarse tan pronto; ¿qué son dos horas? Está en una forma maravillosa, vocalmente y en términos de niveles de energía y así lo demostró en Reguero de mentiras, para que se muerdan la lengua y se envenenen los que dicen que su lírica actual se ha marchitado y ya no tiene las ansias de aquel loco de la calle que formó El Último de la Fila. Y si no se lo creen, que comparen, que ahora se fue desde el omega al alfa de su carrera con un póker de canciones que inició con Lejos de las leyes de los hombres y siguió con Aviones plateados, A veces se enciende, y la del burro en la puerta del baile. Tras Prefiero el trapecio y Si te vienes conmigo presentó a los músicos y se despidió del público. Ahí debería haberlo dejado ya, pero como sin desánimo no se puede tener prisa, García no tenía ninguna por irse. Yo tampoco. Pero el concierto hubiese merecido un mejor final que la pachanga verbenera de la ranchera de El rey y La bamba.
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