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Los malhechores del bien

Los artículos de juventud de Julio Camba presentan al gran escritor gallego por los años de su radical compromiso con la causa libertaria.

Ignacio F. Garmendia

06 de julio 2014 - 05:00

"Oh, justo, sutil y poderoso veneno". Los escritos de la anarquía. Julio Camba. Edición de Julián Lacalle. Pepitas de Calabaza. Logroño, 2014. 584 páginas. 26 euros.

Era sabido que el joven Camba había militado en el anarquismo durante su adolescencia y primera juventud, dado que él mismo lo contó -aunque nunca recuperara las decenas de artículos que escribió en defensa de la Idea- y lo han recordado sus glosadores y biógrafos, pero el alcance de esa militancia quedaba diluido por su evolución posterior hacia posiciones que podríamos llamar conservadoras, si no tuviéramos la certeza de que siempre fue por libre. Fueron, casi al paso del siglo, los tiempos de su iniciación a la vida y al periodismo, en el que comenzó a los quince años cuando tras negarse a ingresar en el seminario, trabajar como ayudante en una farmacia rural -donde entró en contacto con la consabida tertulia de librepensadores- y protagonizar algunos escándalos locales, el agitador en ciernes se embarcó con rumbo a Buenos Aires. Ese periodo argentino (1901-1902) lo conocemos bien gracias a un relato del propio Camba, El destierro (1907), que abre este volumen recopilatorio -también acaba de ser reeditado por Ediciones del Viento, junto a la novela El matrimonio de Restrepo- y reproduce con fidelidad sus andanzas porteñas, de la mano de una muy activa comunidad anarquista, alimentada por la inmigración, que sedujo de inmediato al adolescente gallego. Cuando vuelve a España tras ser expulsado de la Argentina por su implicación en la huelga general de 1902, Camba es ya un militante de la causa que se volcará en ella a lo largo del lustro siguiente, alternando la vida bohemia y el compromiso de los proletarios del arte.

Gracias al minucioso rastreo de Julián Lacalle, que suma a su introducción vindicativa una jugosa y muy documentada cronología de la etapa libertaria de Camba, podemos ahora leer esos artículos rescatados de publicaciones olvidadas o perdidas en los archivos, sea por la "cortina de silencio" a la que se refiere el editor de Pepitas de Calabaza -algo de eso puede haber, pero acaso pese más la incuria de los investigadores- o por el paso del tiempo que ha convertido en testimonial una ideología, el anarquismo, que tuvo una importante presencia en la vida política española e hispanoamericana de los inicios del Novecientos. Ausentes de las antologías que recogen la obra de Camba -incluida la que preparó él mismo, Mis mejores páginas (1956), hace poco reeditada por la misma editorial con prólogo de Manuel Jabois-, los "escritos de la Anarquía" abarcan el periodo 1901-1907 y fueron publicados por cabeceras de resonancias inequívocas como La Protesta Humana -maravilloso nombre, involuntariamente cómico, de un periódico anarquista argentino- o las madrileñas Tierra y Libertad -el "diario antipolítico" de la familia Urales-, El Rebelde -semanario fundado y dirigido por Camba junto a su amigo el tipógrafo Antonio Apolo-, La Anarquía Literaria -revista efímera de la que sólo se conoce un número- y las más difundidas El País y España Nueva.

Son artículos de opinión, crónicas políticas -género en el que Camba brillaría como un consumado maestro-, críticas literarias o estampas narrativas, pero todos ellos comparten el fervor combativo y la retórica, en su caso muy depurada, como sería siempre marca de la casa, de la propaganda política. "Aquellos manifiestos tenían por objeto enardecer el espíritu de la multitud, y yo mismo iba adquiriendo cierto ardor bélico a medida que los escribía", recordaría el autor años después, pero lo verdaderamente notable es que la beligerancia del joven publicista se expresa de un modo muy preciso, no exento de grandilocuencia pero ya liberado del corsé declamatorio, que anuncia el poderoso estilo de quien tanto hizo por liberar la prosa castellana de la ampulosidad decimonónica. No es que el Camba de estos años no eche mano de los tópicos habituales de los discursos revolucionarios -"Ellos representan lo viejo, lo decrépito, lo que se derrumba. Nosotros somos lo nuevo, lo vigoroso, lo que se yergue"-, suscritos casi literalmente -"El porvenir es nuestro"- por todas las ideologías radicales del primer tercio del siglo -incluidas, ay, las de los futuros competidores de la extrema derecha-, pero sus proclamas, aunque feroces, resultan límpidas frente a los modos trapaceros y la sintaxis desorejada de inteligencias menos despiertas. Es fama que la de Camba, ya visible en estos escritos, sería calificada por Ortega como la más pura y elegante de España.

El fecundo itinerario de Camba describe un viaje "desde la creencia al escepticismo", como apunta Lacalle, y es imposible no leer estos artículos recuperados pensando en el exitoso cronista que llegaría a ser el mejor pagado de la prensa nacional, pero tampoco hay que perder de vista la luz que aportan sobre un momento importante, previo a la hegemonía del sindicalismo, de la agitación libertaria, cuando la Anarquía "tenía expositores elocuentes, mujeres hermosas y canciones aladas", acogida a "un espíritu alegre, aventurero, cosmopolita, valiente, generoso y artístico". Por otra parte, aunque el editor tilda de "erróneas" o debidas a la hostilidad las apreciaciones de Cansinos Assens en La novela de un literato, conviene tener en cuenta, a la luz de la evolución del cronista, el testimonio del crítico sevillano cuando califica su anarquismo de aristocrático o meramente literario. Fue al parecer el desastroso atentado de Mateo Morral, un asiduo de El Rebelde que mató a veintitrés personas al paso de la comitiva real el día de la boda de Alfonso XIII, lo que llevó a Camba a distanciarse de los ensueños dinamiteros, pero no es juicioso dudar de la sinceridad de su activismo, documentado de modo inobjetable. Ahora bien, pensar que el muchacho enardecido que ensalzaba a los "malhechores del bien" era una persona distinta, en lo fundamental, del lúcido superviviente que escribió algunas de las páginas más felices y bienhumoradas del siglo, sería desconocer no sólo la variedad de matices que puede albergar la condición humana, sino también el hecho -o más bien la razonable conjetura- de que Camba, el cínico, el vividor, el hedonista, no dejó nunca de desdeñar los placeres burgueses a los que se entregaba.

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