Una soga de esmallaícos
Malaventura | Crítica
Fernando Navarro presenta ‘Malaventura’ (Impedimenta), un ‘western’ rabioso en una Andalucía mítica
La Ficha
Malaventura. Fernando Navarro. Editorial Impedimenta. Madrid, 2022. 192 páginas. 20 euros.
Mucha tela va habiendo que cortar en torno al éxito del western en la literatura contemporánea, como código renovado y servido de manera ajustada a las poderosas incógnitas del presente. No es difícil advertir cierta línea de continuidad entre esta querencia, aún incipiente, y el apogeo reciente de la narrativa distópica, seguramente como concreción eficaz y significativa de la misma: frente a los paisajes geoestratégicos y generacionales de las desalentadoras historias de catástrofes globales, el western nos devuelve al héroe, así como al villano, en su acepción más singular y reconocible, en una observación de individualidad radical donde no hay más remedio que partirse la cara, siempre, a título particular. Llama la atención, de hecho, que este apego candente por los símbolos propios de la vieja violencia vernácula coincida con una revisión crítica cada vez más cargada de razones de la distopía misma, de la mano de maestros de la ciencia-ficción como Kim Stanley Robinson así como de autores afiliados desde códigos, digamos, ajenos a este ámbito (véase, como ejemplo más cercano, la nueva novela de Isaac Rosa, Lugar seguro). Resultó, además, que para esta consideración del ‘western’ como género capaz de traducir con fidelidad la desazón postmoderna había a mano maestros como Cormac McCarthy, Peter Matthiessen y Oakley Hall, de los que bebieron discípulos aventajados como Donald Ray Pollock, Elizabeth Crook y Patrick deWitt y que ofrecían un barbecho más que suficiente desde el que proyectar la imagen más oportuna del género. En la literatura española fue Jon Bilbao quien rompió la baraja definitivamente con su celebrado Basilisco, publicado por Impedimenta hace sólo un par de años, después de traducir otro western de altura, A lo lejos, de Hernán Díaz, para la misma editorial (poco se habló, por cierto, del emocionante homenaje que entraña Basilisco a la memoria de Marcial Lafuente Estefanía, primera gran referencia del ‘western' español). Ahora, Impedimenta prolonga su particular órdago al respecto con Malaventura, del granadino Fernando Navarro, una obra bien digna de ser tenida en cuenta ya sólo por las tradiciones a las que es capaz de apelar.
Con Malaventura, Fernando Navarro, nacido en 1980, debuta en la novela después de una espectacular trayectoria como guionista cinematográfico, disciplina en la que ha trabajado junto a directores de la talla de Álex de la Iglesia, Rodrigo Cortés, Paco Plaza, Jonás Trueba y Jaume Balagueró. Para ambientar su western, el autor ha decidido convertir su Andalucía natal en un territorio mítico, salvaje y de austeridad extrema. Esta Andalucía se corresponde con un contexto que el mismo autor conoce bien, el de su extremo oriental, el que se resuelve entre las provincias de Granada y (sobre todo) Almería, reconocible en sus topónimos, de Vera a Níjar, pero también en un lenguaje que incorpora de manera abierta los rasgos más notorios de la modalidad del habla andaluza propia la zona, como el sufijo -ico y un abundante léxico particular: “Yo era solo un zagalico. Estaban mis dos hermanicos mayores, gemelos, mi tío, mi madre y yo. Estuvimos dando vueltas y vueltas sin parar por una explaná que tenía mi tío (…)”. La escritura (carente, por supuesto, de cursivas y notas aclaratorias) funciona justamente en su registro árido más deseable, pegado a la tierra, con una verdad aplastante y al mismo tiempo con cierto alcance hipnótico. Más allá de las conexiones biográficas, la opción de Fernando Navarro por la Andalucía Oriental ofrece soluciones eficaces respecto tanto a la cuestión lingüística (el ceceo, inexistente en esta latitud pero habitual en otras áreas occidentales de Andalucía, habría ofrecido demasiados problemas) como a la propiamente territorial, en el marco desértico y desamparado que más y mejor rinde en esta narrativa, salpicado de plásticos y cortijos, mucho más allá de la fácil analogía con las producciones cinematográficas rodadas en la zona a mayor gloria del spaguetti western.
Con estos mimbres, Malaventura se presenta como un híbrido febril entre Cormac McCarthy y Federico García Lorca, como escrita por los fantasmas del Cortijo del Fraile, poblada de desgraciados de gatillo fácil, traficantes abocados al linchamiento, niños testigos de la barbarie, brujas, demonios, videntes, acémilas y otros personajes fascinantes como la mujer barbero. El carácter fragmentario, trenzado a modo de romance añejo, juega a favor de la escabechina anunciada, en un mundo tan imaginado como afín al cosmos afirmado en fuentes como las letras del cante antiguo (la legendaria sentencia de Tía Anica La Piriñaca, “Cuando canto, me sabe la boca a sangre”, preside el fresco). En este páramo de pitas alzadas al borde de los caminos, el presente, filtrado de manera puntual, adquiere la misma esencia mítica que la monstruosa arqueología que promete devorar hasta el último hueso. Los personajes, incluidas las bestias humanizadas como el burrico, se resuelven entre la inocencia quebrada, la ira, la ambición y, de acuerdo con la premisa trágica, la fatalidad: “Allí vivían unos pobreticos que antes tenían casa y el cabrón del río se la llevó en una subida. Los tropilleros, olé sus cojones, les dieron los chorizos y el vino a los del río. Y parte de la guita. Que para algo hemos dicho que el dinero es de tós”. Tal vez los hallazgos formales terminan dando demasiadas facilidades a los arquetipos, mermando lo que podría haber sido un desarrollo narrativo con mayores contrastes, menos previsible. Pero éste era un riesgo que había que correr. Bien lo vale el resultado. Con creces.
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