Solas | Crítica de danza
Carne fresca para la red
Teatro
En el capítulo final del Ulises de James Joyce, Molly Bloom toma la palabra para mostrarse en las antípodas de la fidelidad resignada de Penélope y desplegar un verbo que casi mancha en su reflexión sobre el deseo. Una fiera y magnífica Magüi Mira regresa a este personaje que ya encarnó en sus comienzos en un montaje que presentó en La Fundición, dentro del Festival de Artes Escénicas de Sevilla (Fest), y sobre el que disertó en una charla en la Facultad de Filología. La oportunidad para hablar con esta veterana, reconocida con la Medalla al Mérito en las Bellas Artes y el Premio Valle-Inclán entre otras distinciones, sobre Joyce, el teatro y la vida.
–Por el fragmento final de Dublineses o por este monólogo de Molly Bloom se diría que Joyce sabía adentrarse en la mente de los personajes femeninos.
–Por lo que escribió se ve que tenía una gran empatía, que sabía ponerse en el lugar de la mujer, especialmente en el tema del sexo, al que era adicto. Aprendió de todas esas mujeres con las que se acostó, pagando en el caso de algunas, pero sabe que a ellas el sexo sucio no les gusta, que las mujeres prefieren unos genitales limpios, él escribe sobre todo eso. Yo no soy especialista en Joyce, llego a estas conclusiones más por sentido común, pero he pensado mucho en que si Joyce supiera que hoy eso que escribió para ser leído está encarnado en una actriz, que añade emociones que igual él no contemplaba cuando estaba con el Ulises, una actriz con una fisicidad, con un pálpito orgánico, de corazón, de fibra, de cabeza, con una gestualidad que él seguramente nunca imaginó... Me pregunto qué le parecería.
–Dice que no es especialista en Joyce, pero lleva interpretando a Molly Bloom desde sus comienzos. Puede que ese trabajo sea más revelador que si se hubiese pasado un tiempo encerrada en una biblioteca.
–En el cine hay una cosa que se llama guión, y luego está la película. Pues en el arte escénico pasa igual: hay un texto, pero el texto no es la obra, el espectáculo es ese texto que hace un viaje hasta llegar a escena. Por eso mismo se pueden hacer Hamlet y Macbeth con mil propuestas. Yo ahora tengo un texto maravilloso, genial, de Joyce, pero yo hago el viaje con ese material. La dramaturgia y la dirección, que firmo junto a Marta Torres, y la interpretación, todo eso es un trayecto. Alguien puede leer el capítulo 18 del Ulises, y verlo en escena conmigo y sorprenderse. Ese lector habrá hecho su viaje al leerlo, porque la lectura es un tú a tú entre el que escribe y el que lee, pero en el arte escénico hay una poetización. No estamos planteando un documental, sino un vuelo poético. Nuestra versión es conceptual, porque yo no tengo la edad del personaje, no es una propuesta realista. Apenas hay una cama y unos barrotes. Cuando Molly se queja de que ella no pudo haber llegado a lo que pensaba porque se casó, es como si estuviese encerrada en esa cama. La historia de las mujeres transcurre en ese espacio. En una cama parimos, cuidamos, ahí somos amadas maravillosamente o somos violadas. ¡Cuántas cosas ocurren en una simple cama!
–Esa escenografía tan escueta revela que la magia del teatro tal vez se reduzca a un texto y una actriz.
–Creo que está en el ADN del ser humano la necesidad de comunicarnos, de contarnos historias, saltando de la realidad, porque yo creo que el motor de la humanidad es la imaginación. Desde las cuevas de la prehistoria, desde Altamira, cuando dejaban constancia de lo que hacían pintando en los muros, cuando les dejaban un mensaje a los otros. Somos una especie grupal, a pesar de que ahora nos estamos desmembrando y vayamos a la soledad, que a mí me parece que es otra pandemia, algo que no nos nutre y es un drama. El capitalismo te vende paquetitos de pescado individuales, te empaqueta la fruta para un único comensal... Parece que la soledad buscada es estupenda, pero no. Somos seres tribales.
–Ha comentado que ya no tenía la edad del personaje. Y tal vez en eso consista la provocación de este montaje hoy: recordarnos que el sexo y el placer no son patrimonio de los jóvenes...
–No lo había visto así, pero creo que tiene razón. Aunque yo estoy lanzando ese texto desde la mujer, sin edad, la edad no importa. Molly, en esta obra, puede tener 18, 30, 50, 80 años. Y me emociona comprobar cuando acabo una representación que muchas mujeres lo reciben así, que hacen ese viaje conmigo. Joyce volcó en ese capítulo un flujo de conciencia, un pensamiento libre, y si hay algo a lo que no se le puede poner una mordaza es al fluir del pensamiento. Esa reflexión que es profunda y que es íntima y que nos llevamos a la tumba, porque hay ideas y sentimientos que uno no compartirá nunca con nadie; eso es lo que capta Joyce, y es algo que trasciende la edad. Aunque a mí me gusta compartirlo con el público desde mi cuerpo gastado.
–Hace unos meses confesaba en una entrevista que usted nunca pretendió ser actriz.
–Nunca pensé que este iba a ser mi oficio, eso es así. Y mucho menos imaginé que me dedicaría también a la dirección, con la que empecé a principios de este siglo y con la que llevo treinta y tantos montajes dirigidos, y alternando con la interpretación, que no sé cómo lo hago. Nunca me imaginé aquí, y lo digo de corazón. Cuando yo era alumna del Institut del Teatre de Barcelona, o de la Universidad en Valencia, para mí las clases eran una forma de estudio, me proporcionaban un conocimiento, pero nunca pensé que podría tener acceso a esto, ni lo deseaba. Con el tiempo me di cuenta de que yo ya tenía una predisposición. Me recuerdo de pequeñita, cuando iba de la mano de mi abuela vestida de valenciana con cuatro años, con los moñetes puestos y la música que sonaba por la calle... Yo sólo de ver que la gente me miraba era feliz, y ahora entiendo que el primer paso para contar una historia es seducir. Esa seducción que ejercía de niña era brutal: yo hacía lo que fuera para llamar la atención de la gente que acudía a los pasacalles.
–Empezó su carrera profesional con una pieza sobre Molly Bloom. Volver a ella tiene algo simbólico: está cerrando un círculo.
–La primera versión fue una práctica del Institut del Teatre, que se creó por alguna conmemoración relacionada con Joyce que ya no recuerdo. Gustó tanto que la hicimos aquí y allí, y sin darme cuenta estaba programada en el Romea de Barcelona [ríe], y un tiempo después en el María Guerrero de Madrid. Y desde entonces no he parado de trabajar...
–Antes de eso, usted jugó en la selección juvenil de balonmano y ganó la Copa de Europa.
–[ríe] ¡Sí! He pensado mucho en esa etapa, con todo lo que ha pasado con la selección femenina de fútbol y el caso Rubiales. Jugábamos muy bien, mejor que ahora. Ahora saltas a puerta, entras en área, y si pisas no te pitan, pero antes sí, si no soltabas la pelota en el aire te pitaban. Era un deporte durísimo. Hay fotos en las que estamos jugando y los únicos que nos ven son tres filas de hombres. Nos parecía normal que no despertáramos interés entre las mujeres, no teníamos conciencia de lo que estábamos haciendo, no teníamos conciencia de lo que significaba ser mujer y no sabíamos reaccionar ante la injusticia. He pensado mucho en todo eso en este tiempo, porque hoy es distinto. Ahora nos hierve la sangre por la injusticia de lo que le pasó a Mahsa Amini, la joven iraní que murió tras el castigo por tener el velo mal colocado. Y me emociona que muchos hombres y mujeres vayamos de la mano en esta causa.
–Como directora teatral también ha protagonizado aventuras insospechadas. Hizo un Cuento de invierno de Shakespeare en ruso.
–Eso fue maravilloso. Estrené antes aquí una coproducción de la Comunidad de Madrid y la Generalitat Valenciana. Fui a convencer a Will Keen, que nunca había pisado España, porque yo lo quería para que interpretara a Leontes. Fue un poco inconsciente por mi parte, porque yo llegaba con una lectura distinta de la obra, imagínese, y él era un licenciado en Shakespeare por Oxford, nada menos. Un día vino a ver la función el director del Fontanka, el segundo teatro de San Petersburgo, que celebró aquella versión como el mejor Shakespeare que había visto en su vida, y que pidió conocer al director. Salí yo... y se quedó muerto [ríe]. Había dicho ya que quería a ese director para que montara la obra con su compañía, en ruso, y no tuvo más remedio que aceptarme. Y allí acabé yo, con dos intérpretes... ¡Lo que yo aprendí de esa experiencia!
–Triunfó en el último Festival de Mérida con Salomé, a la que interpretaba Belén Rueda. Y aquí, de nuevo, hay una mujer que se relaciona con el sexo, que en este caso logra lo que quiere gracias a su “capital erótico”.
–Sí. En todos estos siglos los seres humanos hemos necesitado algún poder, para tener algo de autoestima. Los hombres han manejado pistolas, bombas, drones. Pero las mujeres hemos estado silenciadas durante siglos, y ¿qué poder teníamos? El sexo. Antes no teníamos acceso a otras armas. La Biblia está llena de mujeres que se valen de su atractivo físico para cortar cabezas, entre ellas Salomé. A mí me parecía muy emocionante hablar de eso, porque, como decía antes, las mujeres y los hombres estamos entrando en otro nivel. Ya no tenemos que cortar tantas cabezas [ríe].
–Recientemente rodó a las órdenes de Jaume Balagueró Venus, su primera película de terror. ¿Qué más le queda por hacer a Magüi Mira?
–Un mundo me queda por hacer. Tengo la suerte de que a mi edad sigo creciendo, soy muy curiosa, me sigo formando en todo lo que puedo. Voy viviendo, pero vivo viva, o lo intento. La salud no me falla de momento. Soy afortunada, y estoy cerca de gente de la que aprendo, en la que me apoyo, con la que puedo avanzar en esta profesión. Cada vez quiero hacer más cosas, y no me va a dar la vida para todo. Pero es apasionante: el deseo es el motor para enfrentarte a cada día.
–También era la madre de Emma Suárez y la abuela de Aura Garrido en Alguien que cuide de mí, una película que dirigieron Daniela Fejerman y Elvira Lindo.
–En el cine dependes del montaje, y aquí rodaron más cinta de la que debían, y uno de los personajes que prácticamente dejó de existir fue el mío. Descubrí a Emma Suárez, que es una genia y una persona maravillosa, y lo que hicimos juntos no está en la película, pero se quedará en mi memoria, como lo que viví con Elvira y con Daniela. Aunque el que cortaran tantas escenas mías fue un palo muy duro. Son situaciones que debes asumir como actriz, el cine es así, una sorpresa en la que tú haces el trabajo y donde no tienes el control, pero tienes que trabajar para que esas decepciones no te dañen. Curiosamente, con Balagueró pasó lo contrario: yo hice un papel muy pequeñito, pero él se enamoró de mí y me tuvo muy presente en el montaje.
–Como directora ha adaptado textos tan diversos como El perro del hortelano de Lope de Vega, Master Class de Terrence McNally, la Madame Bovary de Flaubert o En el estanque dorado, de Ernest Thompson. ¿Qué busca en un texto?
–A mí no me gusta etiquetar, quizás por eso tenga una carrera tan ecléctica. En el estanque dorado no fue un texto que eligiera yo, pero sí hice el reparto. Trabajar con Héctor Alterio y con Lola Herrera fue un regalo que me dio la vida. Fue un proceso maravilloso y ellos se pusieron en mis manos completamente. Vino el autor, Ernest Thompson, y ahora somos muy amigos. Esa experiencia me enriqueció mucho. Si yo hubiese tenido prejuicios, me habría perdido muchas vivencias como persona. Se puede hacer teatro comercial con calidad. Eso es un reto también. ¿Qué es comercial? ¿Que llega al público? ¡Eso es buenísimo! No a cualquier precio, por supuesto. Pero el teatro es un acto de comunicación, y qué bonito es tener una sala llena, y notar que hay una respuesta a lo que haces. Para eso estamos aquí, ¿no? Para conectar con los otros...
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