El maestro a la sombra de Murillo
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La profesora Lina Malo publica la primera monografía sobre Juan del Castillo, uno de los faros de costa de la pintura sevillana del XVII que tuvo al genio entre los discípulos de su taller
Sevilla/Del pintor Juan del Castillo apenas nos ha llegado aquella parte de su vida que tiene que ver con quien fue su primo político y su discípulo: Bartolomé Esteban Murillo. Y a partir de ahí se ha ido anudando y desanudando una biografía que sólo fue tomando algo de relieve en lo que dejó. Que si perteneció a la escuela de Juan de Roelas. Que si era limitado en técnica. Que si tuvo alguna vinculación profesional con Francisco Pacheco. Que si su amistad con Alonso Cano. Que si marchó a Granada y Cádiz dejando solo y desamparado al joven Murillo…
Ahora esta biografía en sombra se descifra en Juan del Castillo, pintor en la Sevilla del siglo XVII, el estudio de Lina Malo que acaba de publicar la Diputación en su colección Arte Hispalense. De ese ejercicio de espeleología por archivos y fondos documentales sale "un artista sin grandes ambiciones creativas", pero que "alcanzó indudables niveles de calidad en su obra", por lo general orientada a la ejecución de retablos. "Su estilo, caracterizado por la amabilidad expresiva y física de sus figuras, se difundió a través de sus numerosos discípulos, culminando en la obra de Murillo", remata.
De Castillo sabemos ahora que nació en torno a 1593 en Sevilla, si bien sus asiduos trabajos en Carmona podrían ser indicativos de algún vínculo con el municipio, y que falleció en la capital andaluza entre los meses de mayo y junio de 1657. En su testamento expresó el deseo de ser enterrado en la iglesia de San Juan de la Palma, collación en la que residió prácticamente toda su vida; en concreto en la bóveda de la hermandad del Santísimo Sacramento, de la que era cofrade, cerca de los lienzos del retablo mayor, que hoy cuelgan en la parroquia de San Juan de Aznalfarache.
Esta investigación viene a situar al pintor incrustado con galones en el mundo artístico de la Sevilla del XVII por la vía del matrimonio. Así, él es "uno de los máximos exponentes del triunfo del sistema endogámico dominante en la práctica artística sevillana" de la época. Se casó, primero, con María de San Francisco, hija del pintor Antonio Pérez -a la sazón, hermano de la madre de Murillo- y nieta de Vasco Pereira. Tras enviudar, se uniría a Catalina Suárez de Figueroa, familiar entonces de la esposa de Alonso Cano, María de Figueroa, ligada al arquitecto de retablos Luis de Figueroa.
Por este mismo sendero, Juan del Castillo mantuvo también vínculos amistosos y profesionales con otros pintores, por lo que "hubo de ser un hombre estimado y bien considerado por sus compañeros de oficio", señala Lina Malo. Entre ellos estuvo Alonso Cano, quien le dejó, tras su partida a Madrid en 1638, las labores de pintura y dorado de un retablo para el monasterio de Santa Paula. Pero también Francisco Pacheco, con quien compartió la policromía del retablo mayor de San Miguel de Jerez, un trabajo cuyo cobro se dilató enormemente.
Una de las pruebas del afecto dentro del gremio de pintores a Castillo es el hecho de que actuara como maestro examinador, existiendo noticias que demuestran que desempeñó este cargo, al menos, en 1635 y 1638, fechas que coinciden con su máxima época creativa. "En esa última ocasión -apunta el estudio-, examinó al pintor Juan de Figueroa, a quien había casado el año anterior con su hija María, hecho que evidencia el deseo de seguir ampliando lazos laborables en el seno familiar", explica el libro Juan del Castillo, pintor en la Sevilla del siglo XVII.
Todavía por aclarar su arranque artístico, la monografía da cuenta de la primera noticia de archivo que relaciona al artista con su actividad profesional. Se trata, en concreto, de la labor de inventario y tasación de los bienes de don Gaspar Juan Arias de Saavedra, conde de Castellar, caballero de la Orden de Santiago y señor de El Viso del Alcor, fallecido en 1622. En dicho encargo, valoró un total de setenta y cinco pinturas, entre las que dominaban las de temática religiosa, aunque también aparecían paisajes y retratos ilustres, sin referencia alguna, desgraciadamente, a quiénes eran sus autores.
En ese momento, paradójicamente, Juan del Castillo aún no había pasado el examen de maestro de pintura, algo que hizo en edad avanzada para la época: con treinta y un años. Dicho título, obtenido tras pasar el 18 de noviembre de 1624 ante un tribunal presidido por los pintores Francisco Varela y Juan de Uceda Castroverde, le permitía al fin desempeñar el oficio, abrir tienda y poseer aprendices. Entre ellos, el más ilustre, Murillo, por supuesto, si bien no se conserva -acaso por el lazo familiar entre maestro y discípulo- testimonio escrito de la vinculación.
Tal logro dio paso a su etapa de plenitud profesional, enclavijada en la década de 1630, cuando sus creaciones alcanzarían sus más altas cotas de calidad. Así, en octubre de 1634 contrató las pinturas del antiguo retablo mayor de la parroquia de San Juan de la Palma, obra en la que intervino Alonso Cano, y en 1636 realizaría los lienzos y policromía del retablo mayor del colegio de Santa María de Montesión. La multiplicación de encargos por parte de los dominicos fija a Castillo como "el pintor favorito de esta congregación en la Sevilla del primer tercio del siglo XVII".
Lina Malo, profesora de la Hispalense, también aclara la aparente inactividad del artista a partir de 1638, apuntada por Enrique Valdivieso y Juan Miguel Serrera en anteriores trabajos. De esta forma, si bien los encargos debieron de caer en número y retribución -hay que tener en cuenta que ya se acercaba a la cincuentena y que en la escena artística sevillana habían irrumpido otros creadores de más calidad, como el propio Murillo-, el estudio alumbra que Juan del Castillo no dejó de realizar obras hasta el final de sus días. Así, en su testamento, fechado en junio de 1657, consta que dejó trabajos inconclusos tras su fallecimiento.
De la lectura de sus últimas voluntades se deduce que el pintor vivió discretamente al final de su vida, pues no consta que tuviera bienes destacados. El inventario se limita a recoger unos muebles sencillos, utensilios de cocina y ropa de calle, resaltando la posesión de una capa y una espada como signo de distinción social. También se registran treinta y dos lienzos de diferentes tamaños y devociones, algunos de ellos, quizás, de Murillo, quien aparece nombrado como uno de sus albaceas testamentarios, dato que viene a reafirmar, una vez más, el afecto que les unió hasta el final.
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