La luz junto a la orilla
Con esta novela sobre las pasiones humanas, De Libros inicia una serie dedicada a obras vinculadas a la canícula
El mismo mar de todos los veranos. Esther Tusquets. Anagrama, Compactos. 229 páginas. 7 euros.
Resulta difícil precisar hasta qué punto El mismo mar de todos los veranos, la ficción con la que debutó en la narrativa a finales de los 70 la hasta entonces editora Esther Tusquets, es, como apunta Anagrama -que incluye el título en su colección Compactos-, "la primera novela amoral que produce la literatura española en muchos años", pero, desde luego, es una de las narraciones que con mayor virtuosismo ha descrito los mecanismos no siempre lógicos del deseo, la pulsión, irrefrenable y extraña, que empuja a un ser humano hacia otro cuerpo.
Una mujer que ha decidido separarse de su marido regresa a la casa de la infancia, un espacio donde "como en las viejas catedrales, son muy pocas las cosas que han cambiado". Pero en ese inmueble en el que el tiempo se ha paralizado entrará no obstante la vida con toda su pujanza: la protagonista iniciará una historia de amor con una joven colombiana, una relación -como todas- que se desarrollará entre avances y retrocesos, y en la que la pareja reinterpretará un puñado de referencias para fundar su propia mitología. Es un relato de una insólita concupiscencia, un "himno a la sensualidad abolida", como juzgó con tino Carmen Martín Maite, gracias a una prosa voluptuosa y envolvente que plasma con detalle los placeres que reservan los sentidos: Tusquets despliega un hipnótico caudal que arrastra al lector, como un oleaje furioso ante el que es costoso resistirse.
Aunque la acción se inicia en mayo, la novela invoca al verano ya desde el propio título, y por la luminosidad y el erotismo de sus descripciones, El mismo mar de todos los veranos queda ligada en la memoria al sol y a la fogosidad de la canícula. Son bellísimos los pasajes iniciales en que la protagonista comprende que una nueva estación, lejos del frío, ha comenzado. "Ha habido en mi ciudad algunos años -muy muy pocos años- unos primeros días tibios, de sol pálido y aire ligero, sin peso. En días así fue posible -al menos una vez, hace mil vidas- ver brotar el verde candoroso, las vírgenes yemas asustadas, pezones adolescentes que se encrespan y crecen bajo el aire todavía frío. Pero este año, como en casi todos los años de mi ciudad, el verano ha irrumpido a deshora y de repente, y, cuando me doy cuenta de que ha terminado el invierno, los árboles estallan ya en un verde lujuriante".
Y en esa plenitud del verano, el mar desempeña un papel determinante. "Me gusta que una vez al año mi casa -mi vieja casa, mi única casa, la antigua casa de mis padres- quede así rodeada por las olas, y que mi ciudad -tan distinta, tan chata, tan empobrecida- recobre durante unos días su mágico prestigio de ciudad sumergida, mientras yo resucito el remoto sueño, remoto e infantil -o es que acaso no son infantiles y remotos todos los sueños-, de vivir a la orilla del mar, de dormirme arrullada por el mar, por una isla, en la cima de un acantilado, en lo alto de un faro".
Incluso por la descripción de un breve e intenso idilio tan propio del período estival, El mismo mar de todos los veranos recuerda a la frágil felicidad de las vacaciones. Pero el amor del que escribe Tusquets no es ese enamoramiento tonto de otros textos, más bien un afecto plagado de contradicciones y ambivalencias. "Clara se desliza en mis brazos tan inerme y abandonada, tan absolutamente mía, que siento una angustia extraña, la misma angustia de la otra mañana a bordo de la barca, cuando encerró en su cuerpo resumida toda la posible desnudez del mundo y, lo mismo que aquella mañana, yo quisiera cubrirla, protegerla, advertirle el peligro, hacerla volver atrás -como si hubiera acaso una posible vuelta atrás-, mantenerla en el cerco resguardado y exacto de nuestros calculados fingimientos, de nuestras reservas y cautelas".
En Confesiones de una vieja dama indigna, la segunda parte de sus memorias, Tusquets cuenta que mantuvo en secreto la redacción de El mismo mar de todos los veranos. Temía, según expresaba, "que, si hablaba de ella, se evaporaría, perdería aroma, como una botella de colonia abierta", y, aunque al comienzo del proceso creativo estuvo tentada de abandonar recordó las palabras de su amigo Andrés Bosch, que le había indicado "que no sabías nada de una novela hasta que estaba terminada, del mismo modo que no sabías nada de un amor hasta que ibas a la cama. Tal vez estuviera en lo cierto".
La autora publicó el libro en su sello, Lumen, y descartó darle el manuscrito a Carlos Barral o a Jorge Herralde. "Me pareció un fraude salir avalada por tan buenos editores sólo por amistad", reconocería con modestia más tarde. A pesar de que "una historia de amor entre mujeres era todavía motivo de escándalo en 1978", El mismo mar de todos los veranos "tuvo una excelente crítica y se vendió muy bien". Entre las felicitaciones, Tusquets evoca en su autobiografía la carta entusiasta que le dedicó Carmen Martín Gaite: "Jamás entenderás la fuerza del fluido que, en estos momentos, me une a ti, por el puente prodigioso de palabras que has tendido en tu novela y que se derrumbará, después de haber pasado yo sobre él, al menor soplido, tan frágil era, tan inverosímil, tan oportuno y mágico, tan sabio. ¿Cómo has conseguido ponerlo en pie para que yo pasara? Gracias".
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