"Nuestro pasado lo es todo. Lo que nos sucedió ayer mismo ya es pasado"
Luis Landero | Escritor
El autor regresa con 'El huerto de Emerson', un ejercicio de memoria en el que reivindica la emoción en la literatura y defiende el asombro y la extrañeza del niño como maneras de estar en el mundo
"Dice Emerson que cada cual ha de aceptarse a sí mismo tal como es, y aceptarse además con orgullo y contento", escribe Luis Landero en El huerto de Emerson (Tusquets). "Que a todos nos ha tocado un terrenito en el que laborar. Que es seguro que habrá alrededor terrenos más grandes y fértiles, donde crecen lechugas mejores que las nuestras, pero que nosotros tenemos que cultivar lo nuestro, el huerto que nos tocó en suerte, sin envidiar lo ajeno, conformes y alegres con nuestras lechugas, por pequeñas y pálidas que sean". Pese a que es uno de los nombres incontestables de la literatura española, Premio de la Crítica y Premio Nacional de Narrativa entre muchos otros reconocimientos, el autor tiene la lucidez de no darse demasiada importancia: en esta obra, un bellísimo paseo por la literatura y la vida, la reflexión y la memoria, se reconoce un hombre sin oficio, con saberes desordenados, que arrastra todavía, y no quiere perderlo, al niño que fue una vez. Como su libro, la conversación de Landero –al teléfono esta vez, por culpa de la pandemia– es serena y cálida, y en ella conviven la inteligencia y la sensibilidad.
–Se habrá cansado ya, en la promoción del libro, de hablar de ese huerto que describió Emerson, esta idea de que debemos cultivar nuestros dones sin desvivirnos por los frutos ajenos. Es una imagen conmovedora.
–Es increíble el poder que tienen las metáforas, en la política y en la vida. Recuerdo que se referían a menudo al Estado como si fuera un barco, y a quien gobernaba como alguien que manejaba el timón. Esa imagen tuvo mucha fuerza cuando yo era joven: Franco era el timonel, y acechaban vientos, y había que llegar a buen puerto. Las metáforas condicionan el pensamiento, sólo hay que leer a Ortega o a Nietzsche. Una de las que yo conocí y que quedó grabada en mí fue la de Emerson, esta idea de un terrenito, un huerto, la tierra que te ha tocado en suerte y que debes cuidar. Llegué a eso siendo un chaval de diecisiete o dieciocho años, que escribía poesía, que era muy inseguro, como aún sigo siendo. Ese ensayito se titulaba La confianza en uno mismo, y tuvo en mí el efecto que hoy tendría en alguien un libro de autoayuda, aunque yo no comulgue mucho con ese tipo de publicaciones. Fue, por decirlo de algún modo, gloria bendita.
–Usted planifica mucho sus obras, pero, según cuenta, dejó que esta vez el libro se fuera "haciendo solo".
–Sí, es verdad. De hecho, yo no sabía que estaba escribiendo un libro. Toda la vida he tenido cuadernos donde anoto cosas. No son exactamente diarios, sino libretas que voy llenando por el placer de escribir, o por la necesidad, porque si no lo hago no entiendo el mundo. Escribo, escribo y escribo, tengo docenas y docenas de esos cuadernos. Cuando no estoy con una novela apunto mis impresiones, mis recuerdos, y eso mismo hacía en esta ocasión. Pero hubo un momento en el que me di cuenta de que esos episodios, esas escenas, tenían un porqué, esos fragmentos estaban relacionados entre sí, eran como un retrato, un puzle en el que las piezas estaban encajando. Así que me dije: Bueno, voy a rellenar las casillas que faltan, que esto es un libro. Un libro, además, cuya redacción ha sido muy grata.
–Como El balcón en invierno, El huerto de Emerson es otro ejercicio de memoria. "En nuestro pasado", dice usted, "está todo cuanto necesitamos para encender el fuego de la inspiración".
–¡Es que nuestro pasado lo es todo! Sobre todo si pensamos que lo que sucedió ayer, ayer mismo, no hay que irse más lejos, ya es nuestro pasado. A veces, cuando usamos ese término parece que nos referimos a tiempos remotos, pero lo que ocurrió hace una semana, hace unos meses, eso también es pasado. Y todo eso el olvido lo va descarnando, y va quedando el hueso, lo esencial. Cuando uno mira en su memoria se encuentra muchos cachivaches, y hay que hacer arqueología. Muchos creen, yo no, que la memoria es como un dispositivo que recuerda lo que has vivido, pero es algo mucho más complejo, con zonas por descubrir, un territorio apasionante.
–Usted asegura que pocas veces siente la "voluptuosidad de las palabras" como cuando lee la "desnuda" prosa del Lazarillo, que en sus páginas encuentra "la lascivia de la exactitud".
–Es una paradoja, pero se trata del arte de saber nombrar las cosas. Es todo un misterio, a mí me impresiona desde las historias orales que me contaba mi abuela, que me contaban mis mayores. Esa manera de nombrar casi con el dedo, de crear como Dios creó el verbo, esa sensualidad con la que transmites la realidad, aún me asombra. Y es un enigma que se consiga no por ponerle mucha sintaxis, mucha acumulación, mucho adjetivo. Que se logre desde la esencia.
–Usted quiere escribir desde el "asombro" del niño, que éste conviva con la experiencia que otorgan los años.
–Yo creo que el corazón y el intelecto pueden llevarse muy bien en la literatura. Cuando hablo del niño es una imagen simbólica: me refiero a la intuición, al asombro, a esa manera, llena de extrañeza, con la que por ejemplo Kafka miraba el mundo. No hay nadie más extranjero que un niño, que se pregunta desde que abre los ojos dónde ha ido a parar. Eso que le decía Joyce a Beckett: Escribe lo que te dicte la sangre, la intuición. Y si a todo eso unes el cúmulo de experiencias, de lecturas, que da la edad, tu obra será mucho más rica. En política se ha separado, y tiene su lógica, lo racional de lo irracional, pero en la literatura no hay por qué hacerlo.
–Hoy que tanta gente presume de sus méritos y parece tener un criterio claro de todo, usted se reconoce como un "hombre sin oficio, con algunas habilidades difusas" y dice de lo que ha aprendido que es un saber "confuso, suelto, desparejado. Un poco como en los bazares chinos, donde hay de todo, pero todo de poca calidad".
–Es que me parece ridículo cuando leo a algunos presumiendo de lo que saben... [ríe]. A mí me ocurre algo que creo que le pasa a mucha gente: que he leído y curioseado mucho, pero todo eso se ha ido olvidando, como la propia vida. Queda un magma indefinido, raro. Las lecturas, las experiencias, todo han sido afluentes que han ensanchado mi caudal de escritor, pero en mi cabeza ha quedado, me temo, una especie de desorden.
–Cuenta en el libro que cuando trabajaba como profesor se sentía sólo como una especie de anfitrión que estaba ahí para hacer las presentaciones entre los alumnos y Chéjov o Cervantes.
–El profesor tiene que elegir entre ser opaco o ser transparente. Yo siempre he tenido profesores opacos, que se ponían delante del autor y que, con toda su teoría, sus comentarios, no te dejaban verlo. El escritor, de este modo, quedaba lejos. Yo soy más amigo de los maestros transparentes, que promueven el contacto entre el autor y el alumno, el libro y el muchacho. Y debemos asumir que no todos los chavales están llamados a ser buenos lectores, que, como en la Biblia, habrá justos y pecadores. Pero lo mejor es enseñar la literatura desde el corazón, desde la emoción con que la leías cuando eres joven. Y debes ser un anfitrión un tanto seductor, con encanto, eso también es importante. Yo soy muy escéptico con toda la teoría de la literatura, esos comentarios de texto que son como impresos que hay que rellenar. Para mí, la literatura es algo más sencillo. Lo que hacía era dar pinceladas de teoría, pero sobre todo leer en clase, intentar ver cómo se relacionaba el texto con ellos, con sus vidas. Les intentaba hacer ver que Chéjov, Beckett, tenían talento para escribir, sí, pero que también eran humanos como ellos.
–Comparte con esos estudiantes una historia de Buñuel: que el cineasta se obligaba todos los días a inventarse una historia. "Como quien va al gimnasio para ejercitar sus músculos, él ejercitaba así su imaginación".
–Es que son destrezas que hay que enseñar a los muchachos. Ya conté en El balcón en invierno que si un alumno llegaba tarde a clase, a mí no me valía que me dijera que se había retrasado el autobús. Le pedía a aquel chaval que me contara otra versión. En las clases se les obliga a memorizar datos, pero pienso que a los chavales hay que educarlos también en el esfuerzo de imaginar cosas, entrenar la capacidad de asombro. Mirar las cosas con intensidad, buscar en su pasado... Y para eso hace falta lentitud, soledad, concentración, que era lo que yo les mandaba. Muchos de ellos no estaban dispuestos a hacer ese esfuerzo. Al principio sí, luego se cansaban. Pero quiero pensar que les decía cuál era el camino, que lo quisieran coger ya era una decisión de ellos.
–En el libro hay un capítulo muy hermoso, Cuando éramos tan guapos, en el que retrata esa euforia de los amores de juventud. Y afirma ahí: "Esto ocurrió en un tiempo y en un país en el que muchos de nosotros estábamos enamorados de la vida. ¿Os acordáis?, ¿os lo han contado acaso? Estimábamos a nuestros políticos y confiábamos en ellos". Tiene que ser doloroso escribir algo así...
–Es triste, sí, porque hablas de la tribu en la que vives. Hubo una época luminosa, o eso nos parecía mientras la vivíamos, en la que estrenábamos democracia, medios de comunicación... Fue un tiempo en que todo era nuevo y parecía que íbamos a ser modernos, democráticos... Se abría ante nosotros un mundo maravilloso. En el libro me salió comparar eso con el amor, con los inicios del amor, esa época en la que todo el mundo es guapo y piensas que todo saldrá bien. Se unía la plenitud histórica con la plenitud romántica, personal. Cuando ves ahora que en este país muchos denigran la Transición, y lo llaman el Régimen del 78, y lo banalizan, de algún modo se burlan de ese entusiasmo que teníamos nosotros, como si hubiese sido un espejismo. No, ese entusiasmo no fue un espejismo, fue algo real, y sobre eso pudimos construir cosas. Igual no construimos bastante, pero desde luego que se construyó algo. Es complicado.
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