Alhambra Monkey Week
La cultura silenciada
Loquillo | crítica
Anoche en el auditorio de Cartuja Center CITE, los espectadores que lo llenamos por completo pudimos apreciar lo fantásticamente bien que le salió a Loquillo la apuesta por cantar poemas de otros autores. La gira que le trajo a nuestra ciudad, en la que los está interpretando con el apoyo de su banda de rock habitual, se llama Treinta años de transgresiones, conmemorando el momento de aquel año 1994 en el que editó La vida por delante, un disco diferente a todos los suyos, en el que puso su voz a poemas de autores como Octavio Paz o Neruda musicados por Gabriel Sopeña. No era la primera vez, de todos modos, que Loquillo hacía eso, porque tres años antes el propio Sopeña ya le había dado un poema suyo, Brillar y brillar, también rescatado esta noche, para el disco Hombres, plantando así la semilla de la que nacería todo este proyecto que ahora desarrolla. El nombre que lo inspira tampoco tiene treinta años, sino cuatro menos, porque es el de la canción Transgresiones, basado en el poema de Mario Benedetti que apareció en el disco Con elegancia, lleno también de poemas ajenos musicados.
Con toda la banda a tope, interrumpiendo la introducción que sonaba con Legendary Hearts, la canción de Lou Reed, para hacer después resaltar el acordeón de Germán San Martín y la armónica de Josu García, director musical del espectáculo, dio comienzo este viaje por la divergencia conceptual de Loquillo, acompañando a una de aquellas canciones del 94, La vida que yo veo, un poema de Bernardo Atxaga que sonó rutilante. Con San Martín a los teclados y García a la guitarra, formando un potente trío junto a las de Igor Paskual y Pablo Pérez, unidos a la sección rítmica del bajo de Alfonso Alcalá y la batería de Laurent Castagnet se formaba una pared de sonido que nada tenía que envidiar a la de los Trogloditas que le acompañaban en los éxitos que seguramente echarían de menos todos los que no viniesen a este recinto avisados anticipadamente de lo que Loquillo nos iba a ofrecer: nada de cadillacs solitarios, ni de tipos feos, fuertes y formales; si acaso aquella reafirmación de su mala reputación que hacía con la canción que Paco Ibáñez había cantado antes, adaptada de Georges Brassens, con arreglos muy rítmicos también pero suavizados porque Alcalá desdeñó la electricidad para hacer sonar un contrabajo, San Martín tomó otra vez el acordeón, García cambió las cuerdas de acero por las de nylon de una guitarra acústica y el cello de Cristina Suey soltó ráfagas arrancadas a medio camino entre la dulzura de las de No volveré a ser joven y el salvajismo de Los gatos lo sabrán. No fue esta de Brassens la única incursión del Loco en la poesía francófona, porque justo al terminarla cantó también de forma muy suave y acercándose al público, paseando por los pasillos entre las butacas de la platea, Con elegancia, un poema de Jacques Brel inédito hasta que Sopeña lo adaptó para incluirlo en el disco de igual título. Pero hasta que llegamos a eso ocurrieron muchas cosas encima y delante de los escalones acolchados de capitoné color champán y botones luminosos que ocupaban la mayor parte del escenario.
Crecemos solamente en la osadía, afirmaba Loquillo cuando entonó los versos de Benedetti, con una convicción que demostraba que eso era justo lo que le había pasado a él. Solo con su audacia, su atrevimiento al desnudar su alma a lo largo de los años, fue pasando de rocker de garito a artista total, intenso y apasionado, al que le abren sus puertas los mejores teatros y auditorios del país, sin desmerecer ni una pizca de otros espectáculos en cuanto a las emociones que se viven desde su voz y su actitud. Con ellas revistió de distinción sus interpretaciones de Historia de dos ciudades, otra de las canciones construidas por Sopeña, esta vez desde la novela de Dickens, después de haberlo hecho con De Amicitia, uno de los poemas de Julio Martinez Mesanza, el canto a la amistad que ya conocíamos como adelanto del próximo disco de Loquillo, y Cuando pienso en los viejos amigos, el caustico poema que una vez escribiese Luis Alberto de Cuenca sin miedo ni esperanza. Si la instrumentación de la primera parecía la de una canción de los Immaculate Fools en sus buenos tiempos, el inicio de esta última nos llevó directamente a The Clash. La distinción también alcanzó a Los gatos lo sabrán, adaptado del original en italiano de Cesare Pavese, que dejó atrás al final su intrínseca melancolía, enaltecida por las espectaculares notas del cello. En suma, que La vida es de los que arriesgan, como el mismo Loquillo y el autor del texto de la canción, Juan Mari Montes, quien trascendió a poeta con las palabras que escribió para centenares de cantantes, desde Hilario Camacho a Cómplices, pasando por Miguel Bosé y Los Chichos, llegando a romper el puritanismo de las radio fórmulas con el Ven a pervertirme al que puso voz Malú. Montes es de los que muerden sin prejuicios la manzana; Loquillo, de los que apuestan todo a doble o nada. De gente como ellos es la vida.
Antes de llegar a esta el escenario se había quedado a oscuras y Loquillo introdujo No volveré a ser joven, el poema de Jaime Gil de Biedma, diciendo que hay canciones que cantas a una edad determinada, pero la verdad es que solo tienen sentido cuando las cantas a una edad indeterminada. Aquí la cantó convirtiendo en asombro el minimalismo; la música suave, sin percusiones, el precioso momento simplemente adornado por unas discretas luces cenitales, azules para los músicos, atrás; blanca para el cantante, delante, que no necesitaba brillar, aunque en la canción con la que siguió viésemos su estrella Brillar y brillar, como Sopeña había escrito magistralmente. Las muestras del cambio del cuero negro por el intimismo del crooner siguieron con la canción de Aute, De tripas corazón; aunque han transcurrido tantos años desde que la escribió todavía nos sacude en la voz de Loquillo esa línea tan clarividente de que estamos tocando fondo en la basura. Cuando Susana Koska la usó hace veinte años para la banda sonora de su documental Mujeres en pie de guerra, los versos de desesperanza se iluminaron con otros que los contradecían: saquemos balas de belleza de la imaginación; ¿habrá algo más vigente que eso?; puede que sí, porque después, cantando la estremecedora Antes de la lluvia, otra de las escritas por Sopeña e incluida también en esa película, Loquillo afirmaba que el futuro es incierto. Entre una cosa y otra tuvimos el mejor solo de guitarra de la noche, de manos de Pérez.
El poeta De Cuenca era también el autor de otras tres canciones que completaron una tetralogía de gran calidad material y estética: Cuando vivías en la Castellana, con la que fuimos conscientes del paso del tiempo; El encuentro, cerrando el set después de que Loquillo se retirase discretamente del escenario para dejar que la banda se luciese como merecía, y Political Incorrectness, con un poco de incorrección política, necesaria contra los actuales victimismo y autocomplacencia, en la que de nuevo volvió a brillar un excelente solo de guitarra, esta vez interpretado por Paskual. Esta última ya casi terminando, porque tras volver todos de nuevo a escena, la recta final del concierto comenzó conteniendo un momento que nos fue muy cercano a los sevillanos amantes de la poesía, ya que la canción Los buscadores, con textos de Juan Eduardo Cirlot, poeta vanguardista tocado por la gracia, nació del prólogo que Luis Alberto de Cuenca escribió para el libro La voz cantante, que contenía las canciones que Loquillo había escrito o inducido, publicado en 2016 por Renacimiento, la editorial especializada en poesía que el librero sevillano Abelardo Linares fundó en Valencina en los inicios de la década de los 80.
El poderoso ritmo marcado por Alcalá al contrabajo y Castagnet usando su batería de locomotora, marcó el desarrollo del tema más rockero de la noche y el único que recuerda a los conciertos más convencionales de Loquillo, El hombre de negro, una adaptación que Sopeña hizo para el Loco de la canción The Man in Black de Johnny Cash; después de unirle la oda a la incorrección política, continuó en esa línea rockera con Rusty, una canción que el guitarrista Mario Cobo adaptó en 2016, cuando formaba parte de la banda del Loco, sobre un poema de Carlos Zanón. Todo terminó con el tarareo final a ritmo de vals de Voluntad de bien, la canción más nueva de toda la noche, escrita por Sabino Méndez hace apenas dos años, para el disco Diario de una tregua. La canción seguramente estará elegida para marcar el final por ser la más importante a nivel emocional para Loquillo, lanzada cuando sus graves problemas de tiroides amenazaban con terminar con su carrera como cantante, e incluso con su vida: la luz blanca al final del túnel existe, yo lo sé, nos confesó anoche. Afortunadamente no fue así y por eso es de celebrar que reine solamente una cara del doble significado de versos como dejadme morir, dejadme vivir.
Loquillo se mostró anoche como un artista infinito, engrandeciendo todos los textos que cantaba. Convirtió el concierto en un hecho cultural, mucho más allá del simple ocio; nos ofreció cobijo y nos hizo más llevaderos los desasosiegos vitales actuales con la luz que esparció por todos nuestros problemas hasta cerrarlos. Sus canciones nacían de un silencio lejano, como el de Neruda, y nos llevaban a otro, elegante y más bello: el silencio de oro de nuestra alma, que celebraba Juan Ramón Jiménez. Poesía todo, al fin y al cabo, como la que llenó ayer la noche sevillana en la voz de Loquillo.
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