Londres: todo lo que arrastra el río
Las ciudades y los libros
Caminar aquí entre la gente es lo más parecido a atravesar el corazón del caos, pero, más allá de su reivindicación como capital del imperio, la ciudad preserva su memoria en los detalles que menos saltan a la vista
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Dentro de la inmensa cantidad de cosas que se pueden hacer en Londres, la afición por el mudlarking ha crecido de manera notable en los últimos años. El juego consiste, fundamentalmente, en espulgar a fondo las orillas del Támesis, especialmente en los tramos menos intervenidos (no hace mucho quedaban verdaderas playas bajo el mismo Puente de Londres), en busca de objetos arrastrados por la corriente y sepultados bajo el barro. La escritora Lara Maiklem, una veterana en esta práctica, escribió un jugoso ensayo titulado Mudlarking (publicado el año pasado en España de la mano de la editorial Capitán Swing) en el que narra el origen de este deporte y todos sus pormenores actuales, desde la equipación y el instrumental precisos hasta lo que debe hacer un buen mudlarker cuando encuentra algún tesoro presumiblemente valioso (la municipalidad londinense, por supuesto, habilita cada año diversas oficinas donde tales joyas deben ser depositadas). Maiklem da buena cuenta en su libro de sus descubrimientos fabulosos, conservados a menudo durante siglos bajo el lodo, y uno no puede más que preguntarse cómo han ido a parar allí tantos artilugios, abalorios, obras de arte, herramientas, piezas de mobiliario y demás elementos convertidos en verdaderos hallazgos arqueológicos, rematados a veces con muescas, hendiduras, mensajes e imperfecciones que revelan la historia que cada uno de ellos ha traído consigo desde que fueron arrojados. Y lo cierto es que el mudlarking revela hasta qué punto la identidad de Londres, muy a pesar de su expansión apabullante, mantiene desde su fundación el vínculo más íntimo con el Támesis: pocas veces un río y su ciudad son lo mismo como en este entorno, del mismo modo en que la frontera natural que ha entrañado durante siglos el Támesis para Londres no ha constituido nunca una negación de la urbe, sino su esencia más fiel, como si todo aquí adquiriera su mejor versión en los límites. Esa frontera no ha sido solo geográfica, también moral y política. En el Londres de Shakespeare, entre los siglos XVI y XVII, la escisión era absoluta: en el área que hoy se extiende en la orilla sur, a partir de Southwark, se localizaban los nuevos teatros (ubicados en antiguos recintos donde, desde la anexión romana, se habían venido celebrando crueles combates entre hombres y osos a los que no pocos londinenses de antaño eran muy aficionados), las tabernas y los prostíbulos, lejos de la vigilancia civil y religiosa que en la orilla norte velaba por el respeto a las normas y las buenas costumbres. Pero entonces solo había un puente en toda la ciudad para cambiar de orilla, así que la mayor parte de quienes cedían a las tentaciones libidinosas pagaban un penique para que los trasladaran en barca. Con el mismo penique, por cierto, el usuario podía costearse el acceso a una comedia en The Globe, The Rose, The Swan y el resto de teatros abiertos en la época isabelina. Hoy, junto la réplica de The Globe, promovida por el actor y director estadounidense Sam Wanamaker e inaugurada en 1997, a un tiro de piedra de la Tate Modern, es todavía fácil imaginar a aquellos penny-stinkers que subían a las frágiles chalanas para pasar un rato de ocio fuera del control de las autoridades anglicanas.
La primera vez que fui a Londres me lié a buscar el número 84 de Charing Cross Road, donde una vez estuvo la librería de viejo de Frank Doel que Helene Hanff inmortalizó en su maravilloso libro, y encontré una tienda de instrumentos musicales que cerró también después. Justo en esta vía, entre los teatros y los despachos de comida rápida, la gentrificación ha ido por delante en sus efectos más devastadores: de las muchas librerías que hubo aquí hasta comienzos del siglo presente, apenas sobreviven la Foyles y alguna otra capaz de hacer frente a la subida exponencial de los precios de los alquileres. Los libreros que creyeron que su oficio y su aportación a la identidad londinense bastarían como garantía contra el fantasma de la especulación se dieron de bruces contra una nueva lógica bajo la que su resistencia quedó fulminada. A un extremo de la calle, Oxford Street, con sus franquicias de saldo y sus legiones de turistas y compradores compulsivos, se parece cada vez más a la versión apocalíptica de la calle con la que Alfonso Cuarón abría en 2006 su fascinante película Hijos de los hombres; al otro, todo el paisaje monumental que se abre entre el Soho y Trafalgar Square es un caos de gentes, lenguas, indumentarias, gastronomías, maneras de saltarse los semáforos y signos monumentales que reivindican la categoría de capital del imperio que conserva Londres en esta especie de decadencia postfinanciera. Una empleada del Hard Rock Café de Picadilly, barcelonesa con cinco años de experiencia en la City, contaba que para desplazarse a su puesto de trabajo tenía que recorrer una hora y media de trayecto en tren desde una vivienda que compartía con otras cuatro inquilinas, fuera de Londres, por cuyo alquiler pagaban cinco mil libras al mes. Londres se vende cara y no se muestra especialmente acogedora, pero una vez que encuentras el tesoro bajo el fango, como hacen los mudlarkers, es muy difícil no sentirse en casa.
Y si no, siempre quedan los encantadores mercados de flores de Covent Garden, el mercadillo de Notting Hill y sus pasteles de ruibarbo, la majestuosidad desoladora de Hyde Park en invierno o la impostura punk de Camden Town, donde los caprichos más exclusivos se arropan con disfraces antisistema, aunque al menos puedes llevarte una buena colección de vinilos. Por todas partes, las placas instaladas en las fachadas de casas y bloques de viviendas señalan los lugares en los que nacieron, vivieron y murieron todo tipo de personalidades, de George Orwell a Benjamin Britten pasando por Alfred Hitchcock, como ampliación y eco de resonancia del monumento al orgullo británico que encierra la Abadía de Westminster, tal vez el cementerio de mayor caché en el planeta. En el paso de cebra situado frente a los estudios de Abbey Road, entre Camden y Westminster, fans llegados de todo el mundo replican la famosa portada de The Beatles mientras los operarios repintan la señal sobre el asfalto cada pocos días a cuenta del desgaste. Pero un paseo nocturno de vuelta bajo los puentes del Támesis, entre runners disciplinados y solitarios sospechosos, confirma que la memoria de Londres se lo juega todo al matiz menos evidente.
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