Se llama imaginación

La Fundación Lara publica la antología poética más completa y ambiciosa del malagueño Rafael Pérez Estrada

Un joven Rafael Pérez Estrada (1934-2000) se asoma a los abismos y sale airoso.
Un joven Rafael Pérez Estrada (1934-2000) se asoma a los abismos y sale airoso.
Pablo Bujalance

21 de septiembre 2011 - 05:00

Un plural infinito. Rafael Pérez Estrada. Edición de Jesús Aguado. Fundación José Manuel Lara. Sevilla, 2011. 368 páginas. 20 euros.

Cada nueva aparición editorial relacionada con el escritor malagueño Rafael Pérez Estrada (1934-2000) viene precedida por algún tipo de apreciación sobre el mismo como un autor por descubrir. Por más que el tiempo va poniendo las cosas en su sitio y va quedando demostrado que sus novelas, cuentos y poemas no eran (ni mucho menos) una mera boutade pasajera, sino un verdadero signo de los tiempos cuyos frutos son hoy perfectamente reconocibles, Pérez Estrada es aún ese extraño solitario merecedor del empeño de la divulgación. Esta connotación puede tener sus motivos, ante todo, en una obra tan colosal como divertida que brinda interpretaciones nuevas a cada lectura, como un tesoro de inagotable profundidad; pero también, como explica Jesús Aguado en el prólogo de Un plural infinito, la antología poética que acaba de publicar la Fundación Lara, en el hecho de que Pérez Estrada se quedó fuera de la foto de grupo que protagonizaron, entre otros, Caballero Bonald, José Hierro, Ángel González, Carlos Barral, Claudio Rodríguez, Francisco Brines y José Ángel Valente. Él andaba por allí, revoloteando, pero no desde luego en la Generación del 50, ni en ninguna otra. El autor de Doctor Harpo esgrimió su independencia, defendida con placidez mediterránea (no hacía falta tomárselo a pecho, y Pérez Estrada lo sabía) mediante el recurso que dio consistencia a su distinción y que diferencia a los buenos escritores de los geniales: eso que se llama imaginación.

Un plural infinito presenta una selección de textos poéticos breves, escritos en su mayoría en prosa y procedentes de una más que amplia colección de títulos (para completar tan detallada antología, Aguado ha asumido sin duda la proverbial labor del detective) que incluye los más sobresalientes: Obeliscos angélicos, Sueños, Tatuajes, Veleidosa movilidad de las nubes, Botánica áurea, Los oficios del sueño, Maquinaciones y los deliciosos bestiarios (Bestiario de Livermoore, Figuras de un bestiario y Fisiología amatoria del unicornio). La consigna común es la de la brevedad, el sabor efímero expresado en fábulas monterrosianas, aforismos ("En las esquinas, los amantes pobres piden besos"; "Consideran de mal gusto los muertos el hablar de enfermedades"), recetarios, descripciones de criaturas mágicas y de los médicos y enfermeras que pueblan sus últimos textos, iconografías varias y pasajes que remiten a la naturaleza del lector aún dispuesta al asombro. Si tras la Guerra Civil la imaginación fue denostada como artificio y superchería inútil, en una solemne traición contra al menos diez siglos de una tradición literaria española que tuvo su cima en la Generación del 27, Pérez Estrada mantuvo esta herencia con el mar como inspiración primera y la misma dedicación alquímica a la construcción de mundos (y en un contexto significativamente ibérico; por ello resulta sencillo establecer nexos entre Pérez Estrada y poetas portugueses contemporáneos como Nuno Júdice y Herberto Herder, adalides de la imaginación como motor literario; en el panorama literario español, dada la traición antes referida, es bastante más difícil establecer conexiones). Si Edgar Allan Poe distinguía entre imaginación y fantasía al atribuir a la primera facultades creativas y a la segunda otras meramente taxonómicas, Pérez Estrada crea a la vez que ordena, siembra a la vez que señala, interroga siempre. Suya es la vocación de Adán: dar nombre a todas las cosas.

Apunta Aguado a Pessoa y Machado como referentes desde los que abordar otra gran pasión de Pérez Estrada: los heterónimos, a los que convoca el título Un plural infinito. El malagueño tampoco era uno, sino muchos, cuando escribía, pero al contrario del lisboeta y el sevillano, sus personalidades (especialmente Bryan Livermoore) no buscaban la expresión propia, contraria a sus competidores, sino que se integraban en la imaginación panteísta del autor como fuerzas indómitas y fértiles. Al lector sólo le queda disfrutar esta mirada a lo profundo de las emociones humanas con el respeto que imponen los templos antiguos. Algo queda que nunca muere.

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