Una liturgia sentimental
El segundo disco del asturiano Rafael Jiménez 'Falo' es una obra fundamental del cante actual de uno de sus intérpetes más reconocibles e imprescindibles.
El cante en movimiento. Rafael Jiménez Falo. Producido por El Falo. Guit.: Fernando de la Rua, Cano, David Serva. Edición del intérprete.
La voz de Rafael Jiménez Jiménez (Oviedo, 1964) es una de las más singulares del panorama flamenco. Ésta es su segunda entrega discográfica, tras aquel gozoso ¡Cante gitano! (1996) grabado con otra de las figuras fundamentales del flamenco contemporáneo, el guitarrista Juan Antonio Suárez Cano. Es, asimismo, la guitarra del tocaor extremeño la que abre la obra a ritmo de bulerías, para una melodía tradicional asturiana aquí llamada montañesa. El hecho de que el Niño de la Isla o el Mochuelo, así como la propia Niña de los Peines, y recientemente Jesús Heredia, grabaran la asturianada o montañesa revela que a principios del siglo XX el repertorio del cante flamenco era más extenso y abierto de lo que lo es hoy, y se alimentaba sin ningún complejo de las músicas populares que encontraba a su paso. Esta cosa llamada últimamente fusión es en realidad algo anterior y más antiguo de lo que luego se llamó pureza.
La voz del Falo es una liturgia añeja, gris, austera, íntima, muy sentimental y solemne, que otorga estas cualidades míticas a cualquier repertorio. El romance es también folclore siendo éste, hoy día, una reconstrucción más o menos arqueológica de algo que nació, como tal, al tiempo que la estilización jonda de las músicas y las danzas de los llamados "bailes nacionales". Si brillante es la interpretación vocal, a la misma altura está el arreglo en tonos menores a dos guitarras, con el portugués Fernando de la Rua, o la percusión que mezcla el tradicional pandero con las palmas por bulerías. El arreglo del Falo es muy loco, al mezclar la melodía asturiana con otras tradiciones líricas, pero en su voz y en su interpretación se nos aparece como un cante redondo y multisecular. Tan nuevo como el último aliento, tan viejo como esa humana costumbre de respirar.
Los tangos extremeños no se pueden hacer más pastueños, demorados, solemnes: lástima del estribillo coral. Eso sí, el arreglo revela la elegancia, el gusto caracterísco de este cantaor. El tercer corte es el Ay, ay, ay gitano, la adaptación que Manuel Vallejo hizo de la canción del tenor Miguel Fleta, al que une otras canciones tradicionales como las jotas aragonesas y el Pregón del frutero, también de Vallejo. El virtuosismo del Falo está en consonancia con el frenesí dancístico de Rafael Estévez, único acompañamiento de la pieza junto a las palmas de Liñán y Marco Flores.
La soleá de Juaniquí, Yllanda y El Chozas está acompañado por un piano en tonos menores y modalidad flamenca de aires bluseros a cargo de Pablo Suárez. Uno de los momentos más brillantes de un disco verdaderamente notable.
En el romance de La monja a la fuerza es el violonchelo de José Luis López el que hace las veces de zanfoña y percusión. Este romance lo interpretó para el disco el Negro del Puerto pero se cantaba en todas las casas españolas hace cincuenta años. El Falo tiene esa disposición emocional que aúna la entrega y el distanciamiento de forma nada contradictoria, sino absolutamente necesaria. El Falo es un superdotado, no por la voz nasal y afinadísima de timbre mate, sino por esa facultad de entregarse y permanecer al mismo tiempo a una distancia de espectador de la película que va pasando ante nuestras narices, en el caso de este romance un drama verdadero.
Las guajiras se miran en el espejo de Valderrama con la inclusión de timbres contemporáneos que remiten a la música cubana actual en un brillante arreglo. La malagueña del Mellizo, introducida por una granaína a la forma del gran Aurelio, está ejecutada en directo con una contención, seguridad melódica y concentración deliciosas. Es uno de los grandes intérpretes contemporáneos de este cante, tan vital como equilibrado en lo musical, muy exigente técnicamente, y uno de los pocos cantaores capaz de incluir aportaciones propias en un estilo tan consolidado en el canon jondo, con un final a ritmo absolutamente turbador. La soleá final es tan tradicional como novedosa.
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