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Los judíos y las palabras. Amos Oz y Fania Oz-Salzberger. Trad. Jacob Abecasís y Rhoda Henelde. Siruela. Madrid, 2014. 220 páginas. 19, 95 euros.
En la página 49 de este brillante y particular ensayo puede leerse la razón última, las dos motivaciones postreras, que fundamentan y explican el presente volumen: "Así que cuando corrías para salvar la vida, huyendo de la masacre y del progromo, de la quema de hogares y sinagogas, eran los niños y los libros lo que te llevabas. Los libros y los niños". Quiere decirse que Los judíos y las palabras no es un ensayo sobre la secular y recurrente injuria padecida por el pueblo judío, sino, muy al contrario, sobre el modo en que se ha obrado su perduración; una perduración que, como se señala en la cita, vino sustentada en la tradición lectora de los judíos y en el propio concepto de tradición, de trasvase literal de unos conocimientos desde la generación adulta al párvulo relevo que habrá de suplirla.
En puridad, lo que aquí plantean Amos y Fania Oz, aplicado al ámbito de lo hebraico, es el tránsito de Sócrates a Platón, de la tradición oral a la palabra escrita, y las perdurables consecuencias de dicho fenómeno. A esto debe añadirse otra peculiaridad de la tradición judía que determina, en buena manera, el gran pensamiento del siglo XX. Nos referimos a la incesante, a la inagotable interpretación de la Torá (es decir, los textos recogidos en el Talmud), cuya característica más acusada es aquélla que podríamos llamar de glosa y comentario, y en suma, de remoción y análisis de lo fijado. Por un lado, pues, está la profunda literaturización de la cultura judía (los libros y los niños); y por otro, el vínculo necesario entre padres e hijos, entre rabinos y discípulos (los niños y los libros), para que dicha tradición mantenga su milenaria vigencia. Sin embargo, es el sentido crítico del talmudismo, la necesidad de precisar, de acotar y revelar el recto sentido de unos textos, lo que se transparece, no sólo en los autores de la Ilustración judía, la Haskalá de Heine, Mendelssohn y Lessing, sino el la obra vasta y crucial de Sigmund Freud, de Karl Marx, de Walter Benjamin, de Einstein, de Hannah Arendt, de Enmanuel Levinas y de cuantos dieron un rostro definitivo, y a veces amargo, a la modernidad. De hecho (y no debemos olvidar que los autores de estas páginas se declaran laicos), es probable que la profunda desacralización asociada a la modernidad, del XVIII en adelante, venga en estrecha relación con esta urgencia analítica, con esta secular costumbre judía de ponderar y contra-argüir que señalan como distintiva de su cultura Amos y Fania Oz.
En este sentido -y sólo en este- cabe darle la razón a Harold Bloom cuando dice que el psicoanálisis es una "ciencia judía". Judía en cuanto que eminentemente interpretativa, y por lo tanto, más susceptible de ser inventada por un judío secularizado que por un gentil ateo. No obstante lo cual, y en contra de lo afirmado por Bloom, el psicoanálisis vino a revelar las poderosas fuerzas que operan en la intimidad del hombre -de cualquier hombre-, y el hecho de su universal aceptación, de su desmesurado éxito desde el albor del XX, no hace sino atestiguar la verdad de la intuición del terapeuta austriaco. Y es precisamente a esta universalidad de lo judío, a cuanto hay de humano, de justo, de conmovedor en la cultura hebrea, a lo que van dedicadas la mayor parte de estas páginas. Páginas, repito, que lejos de detenerse en los episodios más deplorables y monstruosos de la historia judía, se agavillan en torno a dos magnitudes luminosas: el amor y el humor, el estrecho vínculo familiar y la desinhibida relación de los judíos con su dios y consigo mismos. En prueba de ello se cita a los hermanos Marx y a Woody Allen, del cual se reproduce la siguiente frase: "No sólo no hay Dios, sino que vete a conseguir un fontanero en los fines de semana".
Libro inteligente y cordial, Los judíos y las palabras es también un libro "anti-genético". Para los autores de estas páginas, lo judío es, sencillamente, una decantación cultural, una costumbre de siglos; nunca un débito ancilar o una rémora sanguínea. Sin olvidar las horas de oprobio, se celebran aquí tanto la tradición asumida como la singularidad afectiva. Tradición y afectividad de la que ambos, padre e hija, se presentan como continuadores y partícipes.
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