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Reacciones psicóticas y mierda de carburador. Lester Bangs. Trad. Ignacio Juliá. Libros del Kultrum. Barcelona, 2018. 592 páginas. 22 euros
Hoy suena a extravagancia del mundo de ayer, pero hubo un tiempo en el que la crítica musical, como institución cultural, era no ya importante, sino imprescindible. Más extraño aún resulta –ahora, no antes– que hubiese críticos con carisma y actitud –léase ganas de tocar mucho y con deleite las pelotas– de sobra para ejercer de estrellas del rock, en muchos casos con más autoridad y conocimiento de causa que las propias estrellas del rock. Lester Bangs, firma legendaria de Rolling Stone, Creem y The Village Voice, no es que fuera uno de ellos: es que prácticamente fabricó el molde y lo perfeccionó hasta el paroxismo.
Aparece ahora en español, de la mano de la nueva y muy prometedora editorial Libros del Kultrum, una selección de textos de Bangs, piezas personalísimas, vitriólicas, alérgicas a la solemnidad y en el fondo moralistas, porque el autor tenía una idea muy precisa de lo que debía ser el rock y la defendía como un fanático evangelista hasta el culo de cerveza o anfetaminas con el cuchillo entre los dientes, así le costara perder amistades, como le ocurrió con los miembros de Blondie.
Concebidos con vocación de literatura urgente, estos textos, propensos a un hiperbólico y estupefaciente barrockismo, zigzaguean entre caprichosas erupciones de pasión que a menudo llevan incluso al autor a enmendarse la plana a sí mismo; lo cual, por otro lado, no sólo no suponía para él ningún problema, sino que le hacía sentir muy legítimamente autorizado a desmitificar con virulencia el ridículo tinglado de la cultura de las superestrellas.
"Siempre ha habido estrellas, a estas siempre las han creado y el público siempre ha vivido de forma vicaria a través de ellas y las ha investido con todo aquello de lo que personalmente carecen, porque el objetivo final del asunto es en cualquier caso crear mitos y fantasías. La diferencia estriba, pienso, en que el público del pasado tendía a exigir un poco más a sus Superpersonalidades; por ejemplo, que tuviesen una personalidad (...) Desafortunadamente, está toda esa gente que corre por ahí tratando de hacerse pasar por fenómenos cuando en realidad no son más que payasos con suerte (...) Lo que toda esta impostura y falso glamour suscitan es un gran distanciamiento y cinismo por parte de los artistas. Al resultar imposible sentir respeto por un público que tragará con prácticamente todo lo que le eches, y al ser una conducta tan pasiva fundamental en su papel, sólo puede esperarse una insensibilidad general", escribió en una hilarante y lucidísima diatriba titulada James Taylor condenado a muerte.
En dicha pieza, por supuesto, la cosa no iba en realidad de machacar o de burlarse de ese sensibilisísisisimo cantautor coñazo (bueno, un poquito sí), sino más bien de cantar alabanzas a los Troggs y reflexionar sobre el Gran Muermo que ya entonces, con el rock empezando a tomarse a sí mismo demasiado en serio para gritarle al mundo que ya era Música Buena y Respetable, comenzaba a devaluar la "franqueza emocional y el impertinente sentido del humor" que siempre hicieron de esta música algo tan poderoso y emocionante como para ponerle a uno la sangre hirviendo en las venas. Y eso que corría todavía el año 1971. En fin... Amén y seguimos.
Este volumen se publicó originariamente en Estados Unidos en 1987, cinco años después de la muerte de Bangs, que tras haberse metido de todo en el cuerpecito (menos heroína, precisaba siempre él) y una vez curado de su severo alcoholismo fue a morirse a los 33 años, debido a una desafortunada combinación de medicamentos para tratarse un simple resfriado. La selección (y la estupenda introducción) corre a cargo de otro tótem de la literatura rock, Greil Marcus, por lo demás (máximo) representante de una corriente muy distinta, más doctoral (o menos energúmena, como se prefiera), a la hora de contar y analizar el rock.
El rollo de Bangs era, indisimuladamente, la literatura beat y el reporterismo gonzo, Bukowski, Burroughs, Hunter Thompson, a los que, como escritor, en su fuero interno –llegó de hecho a ponerlo por escrito en uno de sus muchos y caóticos textos autobiográficos, esbozos de una novela que nunca llegó a publicar– se creía superior. Y con esas armas, surfeando sobre una prosa y unas metáforas que en ocasiones se desparraman hasta el delirio, insuflando a su escritura una vivacidad y un regocijo que andan a mitad de camino entre el pirado drogado, el telepredicador afónico y el niño que juega y prueba a estirar una idea o un hallazgo verbal por el puro placer de hacerlo, a veces muy cerca de la escritura automática, conjugaba sus feroces invectivas con la reconstrucción, sobre el papel, de esos instantes en los que un disco te vuela la cabeza. En sus propias palabras: "Son instantes que recuerdas toda la vida, como el primer orgasmo real (...) Y todo el propósito, absurdo y mecánicamente persistente, de tu relación con la música grabada es la búsqueda de ese momento inestimable".
Nos estamos extendiendo mucho ya y el libro está lleno de piezas memorables. Mencionaremos, como botones de muestra, tan sólo los que dedica a Count Five (que sacaron un único disco, pero él se inventa unos pocos más, lo que indica hasta qué punto lo que hacía trascendía la mera recensión periodística); o al Astral Weeks de Van Morrison, el monumental "documento místico" del ogro irlandés, al que, en vena sensible, dedica bellísimos pasajes; o a los Stooges, de cuya mano realiza un espídico repaso por todo ese rock que desde los Velvet Underground abrazó la más ascética vanguardia a base de excavar en el primitivismo de la repetición y la sencillez; o a los ya mencionados Troggs, grupo muy representativo de su canon personal y al que adoraba, lo que le da pie –conectando con la inocente y alegre sexualidad latente en todo el mejor rock ’n’ roll de los primeros tiempos– para hablar, muy cochinamente, de sus propias experiencias en ese sentido en sus años de instituto; o del formidable artículo que dedicó a Elvis cuando murió; o la crónica del flechazo absoluto que experimentó con The Clash; o su despedida a John Lennon, que convirtió en un pequeño tratado ad hoc sobre lo que a un nivel profundo representaron cultural y socialmente los Beatles...
Son muchos, insistimos, y nos estamos dejando atrás –premeditadamente: no todo va a ser el canon institucional– los jugosos textos que dedica a David Bowie y Lou Reed. O los textos básicamente discrepantes y zumbones, como esa entrevista-retrato a Kraftwerk o su maravillosa y desopilante crónica de un concierto de Barry White...
El libro es sensacional, vaya. Y Lester Bangs, en efecto, estaba zumbadísimo. Pero tenía ideas fértiles y argumentos sólidos –y a veces un poco capciosos también, vale, pero y qué– para dar y regalar. Un solo consejo para terminar: dada la naturaleza excesiva de su escritura, recomendamos leerlo a sorbos, para evitar el empacho y, sobre todo, para que la juguetona y aguda inteligencia que los impulsó no acabe siendo eclipsada por la superficie de (aparente) locura y (probada) politoxicomanía.
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