Alba Molina | crítica
No lo es ni pretende serlo
UN INNOVADOR DEL FLAMENCO
No se puede negar que 2008 fue un mal año para el baile. En marzo se nos iba doña Pilar López, bailarina, coreógrafa y empresaria ejemplar, heredera de las grandes figuras de principios del siglo XX, hermana de La Argentinita y maestra indiscutible de muchos de los actuales maestros del flamenco. Fue doloroso porque Doña Pilar, como la llamaban todos, fue un ser humano y una artista fuera de lo común, que conservaba intacta toda su irónica lucidez. Pero tenía 96 años y había exprimido ya con arte el limón de la vida.
Lo de Mario Maya (Córdoba, 1937), en cambio, nos cayó de golpe, como un rayo. Era sábado. Un 27 de septiembre de una Bienal que aquel año discurrió entre el 10 de septiembre y el 11 de octubre. El cielo amaneció negro y llovía torrencialmente cuando los teléfonos empezaron a sonar. Nadie daba crédito. Aquel bailaor único, aquel creador que tantos límites destruyera, había seguido a la que fuera su maestra. No hacía ni un mes que le habían diagnosticado un cáncer, pero él era un gran luchador y apenas una semana antes habíamos aplaudido su última puesta en escena: Mujeres, una gala interpretada por grandes bailaoras de tres generaciones: Merche Esmeralda, su hija Belén Maya y una jovencísima Rocío Molina.
Como bailaor poseía una técnica fuera de lo común. Premio Nacional de Danza en 1992, Maya llegó a las más altas cimas del baile masculino. A pesar de haber nacido en Córdoba y de haberse criado en Granada, sus cantiñas -hay varias grabaciones circulando por la red- han servido de modelo e inspiración a varias generaciones de intérpretes.
Su talento como bailaor hizo que, ya en Madrid y con apenas catorce años, doña Pilar se fijara en él y durante cuatro años (de 1955 a 1959) lo paseara por el mundo, enseñándole, como a Gades y a cuantos pasaron por su compañía, amén de un rigor y una disciplina para ellos desconocida, a conocer y a amar la música y a mantener los ojos y los oídos abiertos sin despreciar nada ni guiarse por otros criterios que no fueran los del arte. Enseñanzas que anidaron en un joven Mario que, a sus cualidades flamencas, unía su enorme inteligencia, una curiosidad infinita y un oído musical que ya hubieran querido para sí muchos compositores.
Hubo muchos hitos en su vida y en su carrera tras dejar la compañía de Pilar López. Uno de ellos fue su encuentro con el bailarín americano Alvin Ailey en Nueva York y la creación, a su regreso, en 1970, del Trío Madrid junto a la que fuera su esposa Carmen Mora y a El Güito, llegando a bailar música de Mahler en un tablao madrileño.
Como creador, se saltó los límites entre el ballet y el teatro y, en los últimos y difíciles años de la dictadura franquista, estrenó, ya con compañía propia, espectáculos tan emblemáticos como Camelamos naquerar (1976) con textos de José Heredia Maya y ¡Ay, jondo!, de 1977 y con letras de Juan de Loxa. Con ellos innovó la escena flamenca y defendió la cultura gitana, pero no desde el gitanismo, sino desde su condición de ser humano libre, como sólo lo son los grandes creadores de todo el mundo.
Más tarde llegaría su encuentro con Lorca (Amargo, en 1984, Los flamencos cantan y bailan a Lorca, en 1997 y Diálogo del Amargo, en 2005), su intervención en la película de Saura Flamenco y, en 1994, su designación para poner en pie y dirigir la primera Compañía Andaluza de Danza, con la que creó las coreografías De lo flamenco y Réquiem. Un ambicioso programa que los vaivenes de la política le impidieron desarrollar.
Desde entonces Mario se embarcó en mil proyectos, en Sevilla, en Granada (en La Chumbera) o donde lo llevara su increíble vitalidad. Incluso llegó a publicar sus lúcidas y desprejuiciadas opiniones en algunos medios de comunicación, incluido este periódico, del que Maya fue comentarista durante la Bienal de 2004.
Se repite a menudo que Mario Maya no tuvo una academia propia ni ha dejado una escuela. Pero después de ver todo el baile que se exhibió en la recién clausurada Bienal, es lícito afirmar que son pocos los bailaores, y también las bailaoras, que directa o indirectamente no conserven algo de él. Artistas muy distintos entre sí, desde los sevillanos Israel Galván o Rafaela Carrasco a La Moneta, o a una Leonor Leal que incluso ha utilizado -confesándolo- una parte de su vocabulario en su último trabajo.
Ellos son hoy sin duda los nuevos eslabones, fundamentales, de la cadena flamenca. Los responsables de que no se pierda su valiosísimo e inmaterial legado pues a nivel institucional es muy poco lo que se conserva. Ni siquiera ese teatro que iba a llevar su nombre. Menos mal que su viuda, Mariana Ovalle, sigue luchando por mantener la Fundación que lleva su nombre y cuidando el también impresionante patrimonio material que logró reunir durante toda una vida entregada al arte.
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