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Samanta Schweblin | Entrevista
Desde hace seis años Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978) reside en Berlín, en un tranquilo anonimato desde el cual escribe e imparte talleres literarios. Pero si uno visita las librerías de las principales capitales de Europa o Estados Unidos encontrará su rostro destacado entre las firmas más pujantes de la literatura hispanoamericana, especialmente desde que su primera novela, Distancia de rescate (Random House), fue finalista en 2017 del Man Booker International. Jugar en esa primera división y ser traducida a más de 25 lenguas no ha cambiado la actitud sensata y laboriosa de esta mujer que, hasta su consagración, había publicado tres libros de cuentos, El núcleo del disturbio, Pájaros en la boca y Siete casas vacías, a menudo de la mano de Juan Casamayor (Páginas de Espuma), el editor cuyo papel en la promoción del relato ella no deja de ensalzar.
La vocación de Schweblin por la construcción de atmósferas inquietantes y terrores cotidianos conquista nuevos territorios en su segunda novela, Kentukis, una distopía que esta semana presentaba en Andalucía con el Centro Andaluz del Libro (CAL). Con su aspecto de peluche candoroso -puede sugerir, por ejemplo, un cruce entre un gremlin y un tamagotchi-, el kentuki es más que un artefacto: se trata del acceso remoto de un ser humano a la vida privada de otro ciudadano del mundo. Un acuerdo consentido por ambas partes que quedan ligadas para siempre una vez que la conexión entre ambos terminales se establece. La novela construye un relato lineal a partir de cinco historias troncales que se entrecruzan “emocional pero no argumentalmente”, aclara su autora. Si en la primera parte aprendemos qué es un kentuki, cómo funciona y cómo crece y se instala en la sociedad, en la segunda se abordan los deseos, fantasías y frustraciones que cada kentuki dispara en los personajes con los que se relaciona.
-A partir de unos dispositivos bastante peculiares indaga en los problemas que la tecnología trae a nuestro día a día.
-En Kentukis planteo constantemente preguntas sobre los límites éticos, legales y políticos, sobre cómo se traspasa la intimidad de cada uno. El gran tema de esta novela no es la tecnología sino las conexiones que establecemos y, sobre todo, las desconexiones que sufrimos. El kentuki es un objeto tramposo porque técnicamente es el cruce entre un peluche y un teléfono móvil rudimentario. Pero, una vez en casa, es independiente, se recarga solo, camina por el salón... El problema es que lo está comandando alguien que puede estar en Corea, por ejemplo, pero su dueño se relaciona con él como si fuera una mascota y no tiene reparos en lavarse los dientes, ir al baño, decir algo extremo... Sin embargo, detrás del kentuki hay siempre un ser humano. En los casos de Siri o del tamagotchi la persona se relaciona con la tecnología pero aquí la relación es de humano con humano; eso los vuelve tan peligrosos.
-¿Estamos cada vez más solos a la vez que hiperconectados?
-Estamos hiperconectados en la soledad aunque parezca una contradicción. Las redes sociales y algunos dispositivos de comunicación agilizan un tipo de comunicación más informativa, inmediata y visual pero también aniquilan esa otra comunicación más profunda y genuina con la verdad del otro y con nuestras propias verdades, con las cosas que nos unen. Las redes sociales funcionan un poco como espejitos de colores de nuestras propias vidas donde todos estamos unificados en nuestra belleza, en nuestra felicidad y excelencia, en nuestro disfrute. Puede que eso exista pero es sólo una capa y desde esa capa no se puede tocar al otro en su anormalidad, en su extrañeza, en sus problemas, que son las cosas más preciadas. Al final los lazos más fuertes los construimos desde el dolor y la crisis, y no tanto desde la felicidad.
-Parece querer alertarnos de nuestra desprotección extrema ante estos dispositivos.
-Philip K. Dick y Asimov ya alertaron de esos problemas. Pensamos en la tecnología como el monstruo malo que nos va a golpear, bien por su inteligencia artificial o porque está comandado por un gobierno maléfico o una megacorporación. Y eso pasa, no lo niego, y pasará cada vez más. Pero el verdadero problema somos nosotros porque del otro lado de esos dispositivos hay siempre un ser humano. Somos nosotros mismos los que podemos ser violentos cuando traspasamos la intimidad del otro, incluso sin ser realmente conscientes ni saberlo. Nosotros somos el mal que hay en la tecnología, que no es mala ni buena, y que nunca dejó de crecer desde que existe: hoy son chips y conexiones inalámbricas, antes cables y piedras filosas.
-Estructuralmente esta novela coral es muy distinta de Distancia de rescate, que se movía más en el registro del cuento.
-Al comenzar a escribir Kentukis me sentí incómoda, fuera de mi zona de confort, hablando por primera vez de tecnología y estructurando la obra en numerosos capítulos. Pero cuando avancé en la escritura encontré la tensión, el tiempo y los temas propios de mis otros libros. Estaba hablando de soledad, de incomunicación y de los problemas del lenguaje, muy presentes en esta novela por su falla y no por su efectividad. Supongo que uno no se desembaraza de los temas que le preocupan hasta que los soluciona.
-Sus primeras obras se movían más dentro de lo fantástico pero a partir de ‘Siete casas vacías’ su mirada se interesó por la ‘normalidad rara’, por la realidad.
-El fantástico ríoplatense fue la tradición fundacional para mí, especialmente los cuentos. Fue lo que me hizo vibrar inicialmente y lo que persigo aún cuando escribo:esa inminencia y ese estupor al que nos enfrenta lo fantástico, que tiene algo que es desconocido y extraordinario pese a que todo, incluso lo imaginario, es de este mundo. Cuando empecé a escribir mis propias historias y a publicar mis libros me di cuenta de que, cuanto más se acercaba ese fantástico a lo cotidiano, cuanto más posible era, cuando dejaba de ser lo imposible de suceder y se convertía en lo extraño de suceder pero posible, más miedo me daba y me tocaba de una manera más real. Y ahora cargo con los dos pesos: la fascinación por lo extraño pero en el mundo de lo real, el introducir en lo cotidiano esa tensión de lo fantástico.
-¿Es la rica tradición argentina un fardo pesado de llevar?
-Una tradición nunca debería comprometer porque es un poco como los abuelos que uno ha querido y admirado, como la familia de la que se viene. Y si lo hace debería ser desde el compromiso con el trabajo, desde la nostalgia de tu país como espacio literario pero que te permite abrirte a otras naciones y géneros literarios... Hay que tener raíces pero sentir que puedes despegarte de todo eso.
-Lo decía porque es quizá el rostro más visible de una generación de jóvenes escritoras hispanoamericanas que triunfa en todo el mundo. ¿Cómo vive esa proyección y ese momento fuerte de la literatura escrita por mujeres? ¿Se siente reivindicativa?
-Me siento muy bien acompañada en un momento privilegiado que no han disfrutado, por desgracia, otras autoras que no han tenido una obra publicada y espléndida, lo que no significa que no hayan escrito. Desde mi adolescencia vi como algo natural que en mi lista de los 20 ó 30 favoritos todos fueran hombres. Habíamos leído por supuesto a Eudora Welty, a Flannery O’Connor, pero cuando aparecieron Lucia Berlin, Alice Munro, Edith Pearlman... fue un descubrimiento, también para mí. Cuando la literatura femenina empezó a tomar presencia hace quince años me parecían una esquina peligrosa esos espacios en donde por hacer visible a la literatura femenina se la ponía en un grupo aparte: las mesas de mujeres, las antologías de mujeres... Pensaba: tenemos que estar ahí porque somos buenísimas y no porque somos mujeres. Estoy tan contenta de que el espacio que hemos ganado ahora lo tengamos porque somos buenísimas... Si lees a Fernanda Melchor, a Mariana Enríquez, Vera Giaconi, Guadalupe Nettel, Valeria Luiselli... son buenísimas. Y eso si cito sólo a latinoamericanas pero en todas partes hay una literatura de mujer de primera.
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