El mito de Mircea Eliade

'Las promesas del equinoccio' | Crítica

El escritor rumano repasa su niñez y su juventud en 'Las promesas del equinoccio', reeditado por Taurus

Mircea Eliade (Bucarest, 1907-Chicago, 1986) escribe sus memorias sin dejar espacio para el humor en el relato de su existencia.
Mircea Eliade (Bucarest, 1907-Chicago, 1986) escribe sus memorias sin dejar espacio para el humor en el relato de su existencia.
Javier González-Cotta

10 de febrero 2019 - 06:00

La ficha

'Las promesas del equinoccio'. Mircea Eliade. Traducción de Carmen Peraita. Prólogo de Sergio Vila-Sanjuán. Taurus. Madrid, 2018. 380 páginas. 20,90 euros

La figura intelectual del rumano Mircea Eliade (1907-1986) está unida indefectiblemente al vasto, al formidable estudio que dedicó a la historia de las religiones y, en particular, a las creencias iluminadas desde el Extremo Oriente. Su erudición la forjó a través de piramidales lecturas, alborotadas en su inicio, y que luego trasvasó a la escritura -diríase que fanática- de sus incontables libros.

Por tanto, si bien tocado por el halo solar (el de los elegidos), su vida como filósofo, historiador de la cultura y novelista hay que entenderla a través de una especie de mística del trabajo. En Mircea Eliade anida una ciclópea voluntad por domeñar el talento y de elevarlo en ofrenda a un olimpo de misión existencial.

Las promesas del equinoccio recoge sus memorias comprendidas entre 1907 y 1937. Estos años abrigan la niñez y acaban con el busto final de un hombre de 30 años. A este primer volumen le seguirá después un segundo tomo, Las cosechas del solsticio, que se publicó póstumamente (no existe traducción española). Las promesas vieron la luz en 1983 en el mismo sello Taurus que ahora las reedita con prólogo de Sergio Vila-Sanjuán.

Buena parte de la obra de Mircea Eliade es una taracea de la memoria. Hemos reconocido muchos de los pasajes sugeridos en Las promesas con otros que ya leímos en La novela de un joven miope y en Gaudeamus. Estas dos obras primerizas fueron publicadas en su día por Impedimenta, con traducción de la extraordinaria Marian Ochoa de Eribe (traductora asimismo del hoy aclamado Mircea Cartarescu).

El adolescente Mircea nos contaba entonces cómo era su refugio ratonero en la buhardilla de su casa en Bucarest. Aquella mansarda fue atiborrándola de libros, herbarios, minerales e insectos (la entomología fue su primer desvelo). La miopía, a la que se alude de nuevo en Las promesas, la agravó con lecturas desmedidas (leyó hasta seis veces La comedia humana de Balzac). Como aprendiz de misántropo, recibió el influjo del hoy inestimado Giovanni Papini (Un hombre acabado, Gog), con quien se identificó por su estética del acabamiento y, también, por su fealdad (un trauma que de mozuelo apesadumbró a Eliade).

Buena parte de la obra de Mircea Eliade es una taracea de la memoria

Vendrán los viajes formativos. La adolescencia caerá del árbol como hoja de pan de oro y llega la hora de la Universidad. El joven Eliade vive este tiempo entre espadazos de nostalgia y agitación. Y es aquí, bajo el paraninfo añadido de la juventud, donde recibe el influjo de Nae Ionesco, su maestro. Ionesco atraerá a pupilos brillantes de la época de entreguerras, seducidos por su discurso político cristiano ortodoxo, de fondo antisemita. Era el fundamento de lo que se conocía en Rumanía como Legión de San Miguel Arcángel, con su brazo la Guardia de Hierro, escuadra fascista creada en 1927 por Corneliu Codreanu. La mácula del antisemitismo atormentará al incompetente y elusivo Eliade en sus postrimerías.

Con 20 años el joven erudito emprende su viaje a la India, apadrinado por el gurú de la filosofía hindú: Dasgupta. Tras un romance inadecuado vive en un eremitorio del Himalaya, a orillas del Ganges, mientras profundiza en las fuentes del mantra, el yoga y el sánscrito. Su vuelta a Bucarest, aquel París del este, viene a ser la crónica de un periodo crucial en la Rumanía del rey Carol II.

Tiene razón Sergio Vila-Sanjuán cuando advierte de que en estas memorias no existe oportunidad alguna para el alivio ligero. El humor, queremos decir. Aquel joven gafotas y lector bulímico hizo de su existencia un reto misional. A menudo nos irrita, sobre todo cuando convierte la egolatría en una suerte de epopeya, pero que hoy a un millennial -y no sólo a estos nuevos hijos del tiempo- le resultará un punto ridícula.

El libro está escrito cuando el autor tiene ya 53 años: digamos que se está viendo en perspectiva

Conviene advertir que Las promesas del equinoccio están escritas cuando Eliade ya tiene 53 años y ejerce de profesor eminente en la Divinity School de Chicago. Digamos que se está viendo a sí mismo en perspectiva, como relato oblicuo, como sombra otoñal. Atrás quedó la Segunda Guerra Mundial y las secuelas de aquella hecatombe.

Vila-Sanjuán cita también al eliadista Mac Linscott Ricketts cuando éste escribe que “si nuestro autor siempre aspiró a desvelar el sentido sagrado que subyace a lo profano, ¿cómo no iba a intentar mostrarnos los significados ocultos bajo el despliegue de su propia existencia?” De hecho, en aquellos años 30, Eliade nos relata cómo fue alumbrando sus novelas con el citado fanatismo trabajador, atormentado por el amor, y acuciado también por la falta de dinero.

Tras Regreso al Paraíso, Los hooligans y La señorita Cristina (tildada de pornográfica), fue en La serpiente (1937), escrita con voracidad nocturna, donde descubrió una idea que iluminará años más tarde sus obras de filosofía y de historia de las religiones. Esto es, que lo sagrado no se distingue de lo profano, que lo fantástico adopta la máscara de lo natural y que el mundo, siendo como parece, es igualmente cifra y código.

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