Contra la domesticación
La familia | Crítica
Con su habitual sutileza y un dominio absoluto de la técnica narrativa, la nueva novela de Sara Mesa explora el lado menos amable de la institución familiar
La ficha
La familia. Sara Mesa. Anagrama. Barcelona, 2022. 232 páginas. 18,90 euros
Un aire de familia, nunca mejor dicho, permite reconocer la nueva novela de Sara Mesa como parte de una obra, nada complaciente con el lector, donde las atmósferas opresivas y los personajes inquietantes reflejan distintas manifestaciones del malestar contemporáneo, pero es la forma en la que la narradora explora los conflictos, es decir su estilo sobrio, elusivo, sin excesos melodramáticos ni enfadosas moralejas, lo que distingue un modo de abordar la literatura que rehúye las expansiones sentimentales, tan del gusto de nuestro tiempo, para internarse en territorios incómodos, oscuros y a la vez iluminadores. Si en otras ocasiones ha situado sus historias en espacios casi alegóricos, propios de la novela existencial o del absurdo, Mesa se sumerge aquí en un entorno doméstico corriente, pero lo hace como de costumbre para poner de manifiesto las contradicciones, las ambigüedades, los claroscuros. La suya es una sutileza incompatible con los retratos planos, las convicciones rotundas o los pregonados valores, cuya estricta aplicación deja a su paso una estela de dolor, frustración y fingimiento.
La sugestiva escena preliminar, narrada en segunda persona, introduce de manera distanciada y medio onírica –"desde el ojo del sueño"– el escenario del hogar, por medio de una sucesión de imperativos –"recórrelo sin ser vista", "arriésgate a entrar", "sólo mira y aprende"– que interpelan a la vez a la narradora y a los lectores. A continuación comparecen, en episodios no lineales, los personajes del drama. El Padre, mezcla de íntima vulnerabilidad y rigorismo autoritario, ejerce su pastosa dominación amparado en las buenas intenciones, sin recurrir a la violencia –es un abogado de "ideales humanistas" y "hondo sentido de la justicia", obsesivo admirador de Gandhi– pero usando de otras armas, especialmente de la invocación a los altos principios, para imponer un discurso moralista que no deja resquicio a la contestación ni permite reductos de privacidad. La Madre es una mujer devastada por el fracaso, pero tan dominada como dominadora, de acuerdo con el habitual patrón por el que las personas sometidas reproducen los malos hábitos que han padecido –no de otro modo se perpetúan– con quienes tienen a su cargo. Dos hijos de caracteres muy distintos, el sumiso y el resolutivo, una hija rebelde y una sobrina adoptada –la "intrusa"– que se incorpora al Proyecto ya crecida, conforman el elenco, completado por un tío que ejerce como luminosa contrafigura del progenitor y algunos secundarios de vidas extraviadas, entre ellos la antigua compañera de Facultad de la hija, la vecina demasiado moderna o el raro hombre del aeropuerto, que abren el arco de los personajes más allá de la familia y revelan valiosa información desde fuera.
Los hijos apenas salen de casa, salvo para ir a la escuela, pero "es por su bien". La austeridad en la que se crían parece impropia de la posición de un hombre que emplea su tiempo libre en esforzadas lecturas y misiones altruistas, concentrado en impartir su severa pedagogía. Los miedos, la angustia y la permanente sensación de vergüenza se proyectan sobre los niños a los que la narradora retrata en páginas magistrales, con humor, ternura e ironía. El probado talento de Mesa para caracterizar a sus personajes alcanza en La familia cotas muy altas y de modo especial a la hora de adentrarse en la psicología de los pequeños, que tienen prohibidos los juguetes no educativos, se ven forzados a convivir en la salita familiar –ni siquiera se les permiten las confidencias en las habitaciones– y creen merecer los castigos por contravenir las ridículas consignas del Padre, en el fondo un pobre hombre, menos perverso que digno de lástima. Con su implacable determinación, sólo ha conseguido que todos se sientan solos, y la narradora deja ver esta quiebra emocional con su habitual estilo desnudo, sin subrayados innecesarios, atendiendo a los detalles o a mínimas anécdotas que dan cuenta del naufragio.
Los secretos inconfesables, las palabras no dichas o las "que significan –como se decía al comienzo– justo lo contrario de lo que aparentan", marcan una historia que se presenta en forma de relatos discontinuos y casi autónomos, como asedios desde distintos momentos y perspectivas. Cuidadosamente dispuestos para dosificar las revelaciones, los capítulos no completan todos los huecos, pero permiten reconstruir, a lo largo de varias décadas, las evoluciones de los personajes desde el noviazgo de los padres hasta la edad madura de los hijos. Aquí y allá, Mesa deja frases sueltas que admiten una lectura metaliteraria, por ejemplo cuando se habla de "observar, inventar y narrar, esa mezcla explosiva", de "cosas pequeñas" que "al ponerlas juntas quizá tomen sentido" o de la hija que piensa con "la frialdad de una cirujana". Hablando de mascotas, cuando el Padre condena el inaceptable sentimiento de posesión, es la narradora quien sugiere que las personas no deben ser domesticadas.
Obediencia debida
De amplia tradición literaria, la idea de la familia como un microcosmos donde se representan a pequeña escala los conflictos derivados de la convivencia en las sociedades humanas no presupone un tratamiento negativo de la institución, pero desde luego lo comprende y en todo caso se opone a la reivindicación genérica que de ella hacen los discursos reaccionarios, en los que no por casualidad el concepto se asocia a la religión y a la patria. El Padre de La familia, sin embargo, invocando igualmente la obediencia debida, no pertenece a ese linaje, sino a una variante caricaturesca del progresismo, laico, humanitario, virtuoso y proselitista, al que podría aplicarse el viejo y lúcido dictum de Burke: "Por odiar los vicios en exceso, se termina amando a los hombres demasiado poco". La célula básica, el refugio en apariencia seguro, puede ser sinónimo de reclusión en un ámbito cerrado e impermeable, con sus códigos impuestos y hasta su lenguaje específico, emparentado con el dudoso ideal de la autarquía que desde antiguo ha seducido a las dictaduras. Frente a una autoridad supuestamente protectora que tiene el efecto de producir individuos temerosos y desvalidos, cabe la posibilidad o hasta la obligación de asumir las decisiones propias –"tomadas con titubeos pero también con audacia, una a una, paso a paso, libremente"– como quien reúne el arrojo para liberarse de una secta.
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