Klaus Mäkelä transfigurado

Festival de Granada. Orquesta de París. Klaus Mäkela (I) | Crítica

Después de su residencia de 2021, Klaus Mäkelä vuelve a Granada con la Orquesta de París y un concierto de música austriaca de entresiglos

Klaus Mäkelä al frente de la Orquesta de París en la noche del sábado
Klaus Mäkelä al frente de la Orquesta de París en la noche del sábado / Fermín Rodríguez (Festival de Granada)
Pablo J. Vayón

30 de junio 2024 - 11:32

La ficha

ORQUESTA DE PARÍS

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73 Festival Internacional de Música y Danza de Granada. Solista: Christiane Karg, soprano. Orchestre de Paris-Philharmonie. Director: Klaus Mäkelä.

Programa:

Arnold Schoenberg (1874-1951): Verklärte Nacht (Noche transfigurada) Op.4 [1899; versión orquestal, 1917/1943]

Gustav Mahler (1860-1911): Sinfonía nº4 en sol mayor [1899-1901]

Lugar: Palacio de Carlos V. Fecha: Sábado 29 de junio. Aforo: Lleno.

Cuando en 2021 fue artista residente del Festival de Granada, el finlandés Klaus Mäkelä (Helsinki, 1996) era el proyecto más tentador de la dirección orquestal internacional. Hoy, a sus 28 años, es ya una figura indiscutible, que acaba de firmar simultáneamente como titular con dos de las más grandes orquestas del mundo (Ámsterdam y Chicago). La razón de su éxito se hace evidente incluso para quien no sea melómano, y es que la imagen del joven sobre el podio es poderosamente seductora. Parece electrizar a los músicos, combinando pasajes de absoluta inmovilidad (si en la música no hay cambios la presencia del director resulta marginal) con gestos de excitante vehemencia a los que, conviene advertir, no siempre los músicos del conjunto pueden responder con la misma intensidad y pasión. Además, aunque las partituras reposan sobre su atril –algo más retirado de lo habitual– parece dirigir de memoria, lo que alimenta aún más ese atractivo que trasciende la propia sustancia de la música que se escucha.

Conviene enseguida aclarar que Mäkelä no es sólo una pose sobre un podio, sino un estudioso detallista del repertorio que interpreta y un agitador de orquestas, y quiero decir con ello que es capaz de hacer que grandes conjuntos, acostumbrados a determinadas maneras, cambien radicalmente su forma de entender las obras a partir de sus propuestas. Valga esto especialmente para el Mahler que se le pudo oír en Granada en la primera de las dos comparecencias previstas para este año. Pero el concierto empezaba con la Noche transfigurada, un sexteto de cuerda del Schoenberg posromántico (todavía tonal, aunque ya intensamente cromático), que el propio compositor arreglaría para orquesta de cuerda en 1917, con una última revisión en 1943.

Obra que parte de un poema simbolista de Richard Dehmel y que puede entenderse como pieza de música absoluta o programática. Mäkelä pareció enfatizar ese segundo aspecto desde el mismo arranque en pianissimo hasta su sinuoso final que vuelve al pianissimo del principio. Conviene tener presente que es la luna la que ilumina esta escena en la que dos enamorados cruzan "una fría y desnuda arboleda", y el claroscuro lunar, la desnudez y la frialdad estaban ahí, en la propia desnudez de la cuerda parisina y su empaste –no siempre impecable– en las dinámicas más leves. La mujer tiene una confesión que hacer: quedó embarazada de un desconocido justo antes de conocerlo a él ("ahora la vida se venga haciendo que tú te encuentres conmigo") y en medio de la confesión y de su angustia, los acentos cayeron como rayos en medio de la noche serena, y aquí el gesto de Mäkelä se volvió imperativo y el contraste resultó dramático hasta rozar el efectismo –pero qué puede hacerse si quieres pintar una escena teatral con música–. En la respuesta del hombre ("que este hijo que has concebido no suponga una carga para tu alma"), la música se llena de esperanza, y la misma orquesta parisina pareció iluminarse ("¿Acaso no ves cómo resplandece el universo?"), sosegada por los modos mayores y los pasajes diatónicos que Mäkelä hizo contemplativos mediante un recurso que luego emplearía también en Mahler, ralentizando el tempo, como haciendo que la esencia del poema, la transfiguración de la pareja de amantes, se alargara y acabara dominando sobre la oscuridad de la obra. Los aspectos programáticos no negaron, por supuesto, una concepción musical orgánica, dominada por las gradaciones dinámicas medidas al detalle y una articulacion variada, más agresiva en las secciones dramáticas, aligerada y extendida en las más líricas. Acaso la Orquesta de París no tiene ni el preciosismo ni la precisión de la cuerda que pudo apreciarse hace unos días en la Filarmónica de Viena, pero su nivel de conjunción y equilibrio fue más que suficiente para transmitir el sentido último de la obra.

Un Schoenberg nocturno que termina transfigurado, envuelto en una luz tenue, dio paso al Mahler más despreocupado y feliz, luminoso, de sus sinfonías, el de la , que termina con un poema del Wunderhorn (La vida celestial) en la que los niños del cielo disfrutan con el canto y la danza, pero sólo después de hartarse de comer (no hay que olvidar que los poemas del Wunderhorn salen de la tradición popular de la Alemania de la Edad Moderna, época de guerras y hambrunas sin cuento). Esa luz Mäkelä pareció querer transmitirla a partir de la levedad orquestal. Partiendo de un tempo más lento de lo habitual, el finlandés buscó la máxima transparencia posible (lo que acabó por desvelar algunas insuficiencias de la orquesta parisina: al lado de unas maderas soberbias –en mi opinión, la mejor seccion del conjunto–, trompas irregulares y una trompeta que la pifió de forma clamorosa). Luego, al final, el maestro de Helsinki jugó a estirar los tempi con retenciones que pudieron resultar un tanto amaneradas. El segundo movimiento, el Scherzo, una danza de la muerte marcada por ese primer violín afinado un tono más alto, resultó igualmente leve, pero ahora rebosante de buen humor y, otra vez, de juegos agógicos discutibles. Y entonces llegó el Poco Adagio, y la noche entera se transfiguró. Mäkelä pareció olvidarse de los dos primeros movimientos y optó por las sombras: tempo lentísimo otra vez, pero cargado de tensiones, de una severidad casi mística, que a mí me recordó el lento de la de Sibelius. Fue esa misma inmovilidad, ese espacio helado, desolado el que transmitió la música (con su interludio de placidez, por supuesto, ligeramente acelerado por la batuta) con una orquesta, ahora sí, por completo transfigurada también, dando lo mejor de sí misma (¡ese canto del oboe!) hasta su singular coda: un estallido que resonó dramático antes de recogerse otra vez en pianissimo. Un prodigio. Como era de esperar, introducida por un clarinete solo y unas maderas de envolvente calidez, Christiane Karg le puso voz con un lirismo reconfortante al lied angelical del último movimiento desde la galería del fondo, lo que sirvió para valorar el instinto y el buen oído de Mäkelä, que se dio cuenta enseguida de que la orquesta iba un poco más fuerte de lo preciso y enseguida logró regularla para conseguir un acompañamiento de unos claroscuros tan matizados que por momentos me pareció volver a transitar la noche de Schoenberg. Transfigurado.

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