Kafka: humorismo y pesadilla

Cien años de la muerte de Kafka

El autor exploró en su obra la arbitrariedad y el ridículo como contrapeso humorístico al sufrimiento de sus personajes. Una comicidad y un escalofrío que parten de lo humano

Alegoría de un mundo

Un no decir diciendo

Kafka en un café de Praga en 1910.
Kafka en un café de Praga en 1910.

Borges, al traducir a Kafka en 1938, distingue como propias del escritor checo dos ideas u obsesiones: la idea de subordinación, el vértigo del infinito. Cualquier lector de Kafka podría añadir, a este basamento borgiano, otros dos principios que asaltan con evidencia a quien lo lee: la arbitrariedad y el ridículo, como contrapeso humorístico a la ultrajante deshumanización de sus personajes. En los dibujos de Kafka es fácil adivinar aquella humanidad sumaria y afilada que luego modelará Giacometti. Del monto de su obra, sin embargo, se desprende una suerte de involuntaria deformidad, que es aquella que hallaremos en los caricatos del cine mundo, sometidos a una torsión mecánica y refleja de sus cuerpos: Harold Lloyd, Buster Keaton, Charles Chaplin.

Esta forma extrema de humorismo, exterior al designio humano, es la misma que facultará a Kafka para sugerir un terror ajeno también al hombre. El personaje que se levanta convertido en escarabajo y el público encorvado por la proximidad del techo, en las salas judiciales de El proceso, no son muy distintos al reo ejecutado En la colonia penitenciaria, quien solo al final de su martirio comprende la naturaleza de su crimen. Un crimen que le ha sido imputado sin juicio alguno, y sin que se le informe de su delito y de la pena capital que ha de aplicársele, mediante una máquina de aterradora eficacia. En ese vilipendio del individuo, convertido en extensión de otra cosa, en apéndice de un algo superior que lo desnaturaliza y lo tritura, radica la originalidad del terror kafkiano. Un terror y una fantasía, por otra parte, que se expresan con sencillez y claridad sumas. La pericia literaria de Fank Kafka radica precisamente ahí: en todo aquello que se embute, oscuramente, entre los concatenamientos lógicos de su escritura.

Ya en el 35, Ortega hablará, en su Meditación de la técnica, de esta inversión del vínculo de servidumbre que une al humano con su herramienta, espantosamente manifiesta en la Gran Guerra. Esa misma trivialización, por otra parte, es la que Kafka recoge en narraciones como El proceso, cuyo terror es un terror administrativo, burocrático, procedimental (recordemos que Kafka era abogado), el cual pudiera aludir, como realidad primaria, convertida ya en metáfora vaga y monstruosa, a las complejidades normativas del Imperio austro-húngaro. En todo caso, el terror y el humor en Kafka tienen su origen en lo humano; y más concretamente, en una precisa y angustiosa objetualización del hombre, que no está lejos de Sade, Sacher-Masoch, Octave Mirbeau y Apollinaire. La literatura fantástica de Leo Perutz y Gustav Meyrink toma su asiento en la tradición levítica y una conciencia, lata o expresa, de lo sobrenatural. Tanto El maestro del juicio final (1921) como El Golem (1915), forman parte de esa fantasía literaria, de fuerte componente erudito, donde la Historia y lo sagrado se entrecruzan para ofrecer una hermosa y tardía flor de invernadero; a esta numerosa y espléndida estirpe pertenecen también Aloysius Bertrand, Huysmanns, Marcel Schowb, el mencionado Apollinaire, Borges, Lugones o el propio Lord Dunsany. Sin embargo, cuanto hay en Kafka de fantasioso, se debe al linaje del sueño y la ignominia; pertenece, por tanto, a lo terrestre.

Cuanto hay en Kafka de fantasioso se debe al linaje del sueño y la ignonimia, pertenece a lo terrestre

A este respecto, podríamos decir que el terror y la fantasía de Machen y Lovecraft completan la especulación de Kafka. En ambos casos hay un componente científico que excluye lo sobrenatural, pero no la monstruosidad geológica o celeste.

Hay, no obstante, una obra, un pastiche de 1902, que pudiera explicar la indeterminación esencial sobre la que parece deslizarse la obra de Kafka. Dicho opúsculo viene firmado por Hugo von Hofmannsthal y lleva por título la Carta de lord Chandos. En ella, el joven lord confiesa a su corresponsal, nada menos que sir Francis Bacon, el inteligente y poderoso lord Verulam de 1603, que las palabras ya no parecen designar la realidad nombrada. Confiesa también que solo a través de un sentimiento sin nombre, de una discreta epifanía, consigue comprender el misterio y la profundidad del mundo. Recordemos, en tal sentido, que según el visionario Blake, Bacon no era más que “un nuevo Epicuro”. Y que es esta misma actitud epicúrea, de perplejidad y sospecha ante lo real, aquello que sustancia las fantasías kafkianas.

Esto debe llevarnos a una realidad previa y cercana a la Gran Guerra: aquella donde Nietzsche sugiere una trasvaloración de todos los valores y reclama su limosna a lo instintivo. Esto es, debe llevarnos a una nueva pureza, reclamada por las vanguardias, donde las formas humanas se han escondido bajo la espiritualidad lineal y el sueño esquemático de Kandinsky. Hay en Kafka esta disonancia entre el individuo, figurado como carne con sueño, y unas formas, colosales a veces, donde el hombre, no solo no se corresponde, sino que aparece subordinado a ellas. Con tal intención, Worringer decía, en el año 8 del siglo XX, que la abstracción es hija de las sociedades primitivas, urgidas por el miedo. En buena medida, la obra de Kafka es este proceso mismo de abstracción, donde la incertidumbre acucia y encamina al hombre, al tiempo que lo dirige a su extinción.

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