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Muere Juan Marsé
Pocos habrían barruntado que este hombre de trazos gruesos, con rostro de servir alcohol en una barra con espejos y una prosa cruda, casi a ladridos en ocasiones, se curtió haciendo labores de joyería. Ese fue su oficio original hasta bien entrada la veintena, en que, después de pergeñar imitaciones de Hemingway y Faulkner y dejarse seducir por "esa vieja puta", la novela, comenzó a figurar como autor en los estantes de las librerías. Su nombre de combate era Juan Marsé, aunque él no se llamaba Juan Marsé, porque no era Juan Marsé. Tardaría años, décadas, en descubrir el turbio y más bien decepcionante misterio de su origen: que no era hijo de los campesinos oriundos del Bajo Penedés que le habían criado a base de mendrugos y buena voluntad en las tardes de la posguerra, los Marsé, sino del chófer y la camarera de una familia bien que, después de la muerte de ella, prefirieron alejarlo del barrio de Sarrià para evitar confusiones inoportunas. Quizá eso explica la inquina, el odio estomagante y apenas soterrado por el carácter burgués que azotó sus párrafos durante toda su carrera.
La de Marsé (cuyo nombre primero era Joan Faneca) no es una vida ejemplar, ni pretendía serlo. A Josep María Cuenca, encargado por la editorial Anagrama de tramar su biografía oficial en 2015, se lo confesó sin desvíos: "Mi vida carece del más mínimo interés". Si uno lee entre líneas las últimas entrevistas que concedió, a raíz de las publicaciones, cada vez más escasas, que iba dedicando a temas más bien periféricos como el cuento o la crítica cinematográfica, sospechará que hacía tiempo que consideraba su mundo cerrado, como ese apartamento de Barcelona en que había terminado por atrincherarse con sus libros por únicos centinelas: su vida era un círculo, su literatura, que imitaba a la vida, otro círculo concéntrico. "El novelista es ante todo memoria", se le oye decir en uno de esos retratos del natural, bajo la inevitable pose frente a la librería: su misión definitiva es escribir "la historia de la calle, la de la memoria popular".
No sintió empacho, ni en esos días postreros ni en los anteriores, en confesar que vivía enclaustrado en el pasado. Más concretamente, en el barrio de la Salud de su niñez, durante la cruentísima posguerra, donde tanto él como sus compañeros de generación imitaban a los fantasmas, paseando, rapados y en harapos, entre la ceniza de los escombros: "como los niños del gueto de Varsovia". El franquismo y sus secuelas ("haber crecido durante el régimen es tener mala suerte") era su territorio sentimental, el país de Rilke en el que vivía instalado y al que su literatura, con insistencia de obsesión y de enfermedad crónica, regresaba continuamente. No le importaba que sus cofrades encontraran irritante esa lealtad: a la acusación de "decimonónico" con que su amigo Vila-Matas intentó acuñar una ocurrencia, replicó tranquilamente: "Eso que llaman metaliteratura no me interesa".
Nos deja Marsé un puñado de novelas inmediatas, contundentes, sin excesivo interés por las piruetas, que se quieren crónicas entre desgarradas y tiernas, a veces sórdidas, de la Barcelona de la mala suerte en que le tocó vivir. Sobre todas ellas, adaptadas al cine con una fortuna variable que él mismo se encargó de denunciar, sobresale la tercera, Últimas tardes con Teresa, título donde el viejo tópico del ajuste de cuentas cobra un significado certero y casi ejemplar: casi es posible detectar, en esa burla sangrante del personaje de Pijoaparte hacia todo el oropel y la mojigatería de la sociedad que viene a dinamitar, el desdén que el propio Marsé, en los mismos años, desarrollaría hacia la clientela de su taller de joyería en el paseo de Gracia. Por qué dejó los broches y las amatistas por la máquina de escribir tampoco está muy claro: no era la suya, estrictamente, una vocación. "Soy un gandul —leemos en una antepenúltima entrevista—: habría sido perfectamente feliz sin escribir. Como Paquirrín".
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