El joven frente al monstruo
Piedad Bonnett aborda el suicidio de su hijo en 'Lo que no tiene nombre', un libro austero pero surcado por una emoción profunda que retrata con enorme pudor el drama de la enfermedad mental.
Lo que no tiene nombre. Piedad Bonnett. Alfaguara. Madrid, 2013. 136 páginas. 17 euros (7,99 el ebook).
En La habitación del suicida, Wislawa Szymborska recogía la turbación de quienes acuden al lugar donde alguien se ha quitado la vida: "Seguramente creéis que cuando menos la carta algo aclaraba. / Y si yo os dijera que no había ninguna carta. / Tantos de nosotros, amigos, y todos cupimos / en un sobre vacío apoyado en un vaso". Piedad Bonnett recordará este poema cuando pise el apartamento neoyorquino donde su hijo Daniel se ha arrojado al vacío; tampoco él ha dejado ninguna nota. La mente de la madre volverá una y otra vez a ese suceso y los motivos que llevaron a ello, "porque en el corazón del suicidio, aun en los casos en que se deja una carta aclaratoria, hay siempre un misterio, un agujero negro de incertidumbre alrededor del cual, como mariposas enloquecidas, revolotean las preguntas". Y aunque la escritora colombiana es consciente de que "mi lengua jamás podrá dar testimonio de lo que está más allá del lenguaje", Bonnett escribe el retrato de su descendiente e indaga en las circunstancias que lo impulsaron a su muerte "buscando, no la verdad, que no existe, sino que los rostros que tuvo en vida aparezcan en los reflejos vacilantes de la oscura superficie".
Lo que no tiene nombre (Alfaguara) es así la sobria despedida -o tal vez el simbólico, imposible, reencuentro- entre una madre y su hijo. Bonnett no cree en otras vidas, tiene la desoladora certeza de que la existencia se limita a lo físico; teme que su hijo se le deshace mientras va accediendo a la donación de los distintos órganos de su cuerpo y por ello procura con su texto que recobre los contornos que éste tuvo. La autora rescata de su memoria esos episodios en el que el fallecido era aún un chaval cargado de energía -un muchacho que expresa "un ¡no! hiperbólico" y ríe incrédulo, que baila con torpeza y entusiasmo, que estrena una chaqueta- para combatir de este modo el perfil ya inmóvil de lo que Daniel fue y perdura en las fotografías. "Y habrá un día en que ya nadie sobre la Tierra recordará a Daniel a través de una imagen móvil, cambiante. Entonces será apenas alguien señalado por un índice, con una pregunta: ¿y este, quién es? Y la respuesta, necesariamente, será plana, simple, esquemática".
Bonnett, al contrario que "muchos de los intelectuales" que conoce que "se abochornan ante la muerte", encara con dignidad y valentía las zonas más umbrías. Su libro no es sólo la elegía al vástago perdido, también una rotunda aproximación a la enfermedad mental: Daniel arrastrará un trastorno psicológico posiblemente desde que tomó un fuerte medicamento para el acné -a sus cambios contribuiría también, imagina Bonnett, la predisposición genética-, y toda su biografía, a pesar de ser un chico sensible y carismático, estará torturado por la confusión y la angustia, "como enojado consigo mismo y con el mundo, como si le pesaran inmensamente el cuerpo y el futuro". Lo que no tiene nombre relata el calvario de un paciente cuyos médicos no saben dar con la clave que lo alivie de la amenaza de caer en la locura -su última psicóloga le animaría a dejar la medicación, algo que tendría consecuencias fatales-, las vivencias de un amante del arte que renunció a una carrera como pintor y acabaría estudiando Arquitectura, que eligió la parte racional de sí mismo frente a la emocional porque sabía que en las entrañas se encontraba el monstruo, la posibilidad de la recaída.
Y junto a ese joven que intenta no hacer de ese extremo desamparo su bandera y llevar una vida normal está una familia que pretende devolver la seguridad a alguien condenado a ser un náufrago, que convive con un extraño aislado en sí mismo al que es imposible descifrar en su mirada opaca, que procura apartar de ella el funesto presagio de que algún día les aguarda un horrible desenlace. Bonnett aborda su drama lejos del victimismo, con una nobleza inaudita -la de su hijo, llega a decir, es una de tantas muertes que se produjeron de manera temprana- ni escribe desde el rencor, en ningún momento carga las tintas en la desastrosa gestión de los médicos ni reprocha a su hijo la decisión que tomó ni la desesperación que dejaría en los suyos; concluye, con un profundo amor que comprende hasta las situaciones más difíciles, que su hijo no saltó al vacío, sino que voló "en busca de su única posible libertad".
Escrita con el recogimiento y la calidez, con la palabra exacta, de un salmo rezado por los seres queridos, Lo que no tiene nombre prefiere ser un trozo de vida antes que un monumento funerario, pero es también una sobria y bella reflexión sobre el poder de la palabra para aliviar heridas cuya cura es imposible. Aquí, de nuevo, como ocurre con otros autores a los que cita Bonnett, el dolor se convierte en gran literatura, ésa que habla a lo más hondo del ser humano, que el lector abandona sintiéndose tocado.
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