“La prosa tiene su propia música, que es a veces indistinguible”

José María Conget | Escritor

El zaragozano regresa a la novela con 'El mirlo burlón', un fresco nostálgico del final de la juventud y la Transición

José María Conget (Zaragoza, 1948), momentos antes de la entrevista en la sede del Grupo Joly.
José María Conget (Zaragoza, 1948), momentos antes de la entrevista en la sede del Grupo Joly. / Antonio Pizarro
Charo Ramos

05 de mayo 2019 - 06:00

José María Conget (Zaragoza, 1948), escritor, filólogo y gestor cultural, es un autor de culto admirado por un círculo fiel que, tras trabajar en algunas de las capitales más importantes del mundo, eligió Sevilla para vivir y jubilarse. Acaba de publicar El mirlo burlón en el sello valenciano Pre-Textos, que ha editado toda su obra reciente. "Si trabajas con los grandes grupos estarás en todas las librerías y si no, apenas tendrás distribución", reflexiona sobre esa presencia invisible que tanto escuece a sus admiradores. Él, para colmo, evita presentar sus libros, "ahora por pudor, y antes, por el miedo a que fuera mi madre al acto y me escuchara", confiesa. Y es lástima que los lectores no queden avisados de la nostalgia y la elegancia estilística que anidan en las páginas de El mirlo burlón, su particular mirada a la Transición española y a una Zaragoza ensimismada en la que cuatro estudiantes de un seminario de Filosofía, seducidos por la inteligencia del jesuita que lo imparte, tropiezan con las contradicciones de la edad adulta. La novela relata en dos tiempos, los años 70 y el presente, qué fue de aquellos camaradas y de Alicia, la hermosa hija de un exiliado con la que se van a reencontrar aprovechando el regreso a España del sacerdote y líder del grupo.

-En esta novela usa por primera vez la voz de un narrador omnisciente. ¿A qué se debe?

-Cada novela mía incluye un experimento literario. En este caso, quería que el lector supiera todo lo que sueñan los personajes, meterme en lo que piensan y señalarlo, por eso intervengo de vez en cuando como narrador, soy esa voz que cuenta la historia y, por ejemplo, los hace pasear por una calle de Zaragoza por la que siento una nostalgia repentina. Supongo que es un tímido acercamiento a los métodos de los novelistas decimonónicos que tanto me interesan.

-¿Qué le atrae especialmente de esa novela burguesa del XIX?

-Me gustan muchoDickens, Tolstoi y Dostoievski, Stendhal -aunque es algo anterior a la gran novela burguesa-, Flaubert y, en España, Galdós y Clarín. Pero ahora estoy maravillado con Émile Zola, al que me pasé a leer en francés. Aunque a veces le falte humor es un escritor magnífico, un constructor de mundos novelescos que parecen competir con la realidad. Su visión de la dinámica social es espléndida, pensemos por ejemplo en la novela donde retrata los primeros grandes almacenes de París, El paraíso de las damas, o las que dedica a la especulación en el Segundo Imperio, La jauría y El dinero. Tiene un dominio tremendo de lo que ocurre a su alrededor del que yo, que tiendo a escribir novelas más intimistas, carezco. Y eso descuella en su denuncia del antisemitismo subyacente en el caso Dreyfus, que tuvo una gran repercusión. Zola era un hombre de izquierdas sin un catecismo ideológico. Cuando en Germinal aborda la huelga minera, sus simpatías están con los huelguistas pero no con el dinamizador comunista que la organiza. Y por si fuera poco es un escritor enormemente seductor en sus historias de amor, su Thérèse Raquin (1867) está a la altura de las grandes mujeres -Karenina, Bovary, Ana Ozores- de las novelas de adulterio del XIX.

Portada del libro diseñada por Miguel Conget.
Portada del libro diseñada por Miguel Conget.

-Esa querencia le aproxima también a Galdós, tan denostado en algunos momentos, y tan presente en el tono y en ciertas páginas de El mirlo burlón.

-De Galdós me gusta casi todo, se pensaba siguiendo a Cela que tenía un estilo desaliñado pero no estoy de acuerdo. Galdós tenía un oído magnífico para el lenguaje de todas las clases sociales. Dickens, de orígenes tan humildes, reproducía maravillosamente el lenguaje de los obreros y las clases populares pero Galdós fue capaz de reproducirlo todo. Galdós, cuya obra resiste mejor al tiempo que, por ejemplo, Rayuela de Cortázar, es el gran novelista de la Restauración como Zola lo es del Segundo Imperio.

-El relato que hace de la Transición en su libro no es especialmente amable o complaciente.

-La parte media de la novela está situada en el pasado:el año anterior a la muerte de Franco, el de su fallecimiento y el inmediatamente posterior. En esa época vivía en Perú con mi familia pero mis amigos me contaban todo lo que pasaba y cómo las detenciones siguieron produciéndose tras la muerte del dictador. Lo que me interesaba aquí era mostrar a mis cinco personajes de adultos, contar qué hemos hecho, qué nos ha pasado, como en esos versos del poeta José Emilio Pacheco: "Ya somos todo aquello/ contra lo que luchamos a los 20 años". Aunque hay momentos cínicos en la novela, quise humanizar a mis protagonistas y acercarlos más a Galdós, que sientes que nunca desprecia a sus personajes. Me molestan los autores que tienen una mirada hacia abajo, de superioridad. Les he mirado con distancia pero al mismo nivel.

-¿Qué autor español ha captado ese espíritu de la Transición en el que se reconoce mejor?

-Leí recientemente La larga marcha de Chirbes, donde también como en mi novela aborda la historia de un grupo universitario juvenil, pero es que Chirbes es tan bueno que cualquier cosa que trate resulta interesante. Quizá diría que Luis Landero en su primera novela, Juegos de la edad tardía. Todo me parece un acierto, para mí es la obra que mejor capta el tono de nuestra Transición. Me gustaría antes de morirme escribir una novela así, tan definitiva. Quizá Palabras de familia es, de las mías, la que más se parece a lo que yo querría haber hecho.

"De Galdós me gusta casi todo, tenía un magnifico oído para el lenguaje de todas las clases sociales"

-¿No cree que esa dureza consigo mismo va en detrimento de su recepción y popularidad?

-Lo último que me considero es un autor exquisito. El mirlo burlón plantea una mirada tan irónica como melancólica sobre el pasado. No es lo que el tiempo ha hecho con nosotros sino lo que nosotros hemos hecho con el tiempo que se nos ha concedido. La novela va de eso. El mirlo se burla de los amores juveniles en la canción El tiempo de las cerezas, que dicen que se compuso durante la Comuna francesa en homenaje a una enfermera que cuidaba de los obreros heridos y se murió. La canción trata de la caducidad de lo amoroso. En mi novela mis personajes están enamorados de una chica progre que tiene el prestigio del intelectual, del exiliado, y que pese a haberse criado en Inglaterra en el fondo es muy ingenua. Hay experiencias que uno vive de niño y en la adolescencia que te marcan para siempre, como recordaba Nietzsche. A este grupo le fascina su profesor, que es religioso, porque representa todo aquello de lo que están en contra. Está preparadísimo y sabe más de marxismo o de Baudelaire que ellos, los controla y manipula. Como Buñuel, y con los mismos resultados, yo estudié en el Colegio del Salvador de Zaragoza, donde la mayoría de los curas jesuitas eran oscurantistas y mediocres pero a veces aparecía uno brillantísimo. Allí encontré a un profesor que es el hombre más inteligente que he conocido aunque yo sea agnóstico o ateo, y con el que siempre estaré en deuda porque me animó a tomarme en serio el oficio de escribir.

-Como narrador omnisciente, no puede evitar criticar las contradicciones de los protagonistas de El mirlo burlón, especialmente del escritor y el político pero algo menos del profesor. ¿Le considera su alter ego?

-El profesor es el personaje más amable, humano y simpático. Pero es el escritor en el que he vertido algunos rasgos míos. Yo siempre he sido espectador de mi propia vida, lo cual es un fastidio, porque soy de una dureza... Me gustó que mis personajes se movieran por lugares ya desaparecidos de esa Zaragoza ensimismada y pacata, aunque alguno se conserva, como el bar Levante. Trabajé durante un tiempo en Cádiz y no creo que en esa ciudad se diera la atmósfera tan opresiva con la homosexualidad que refleja mi novela.

Conget alternó la docencia con la gestión cultural en diversas sedes del Instituto Cervantes.
Conget alternó la docencia con la gestión cultural en diversas sedes del Instituto Cervantes. / Antonio Pizarro

-¿Por qué está alternando en esta etapa un libro de cuentos con una novela?

-En la novela Hasta el fin de los cuentos incluía personajes que se contaban cuentos unos a otros. Fue ahí que descubrí que me encantaba escribir relatos, género que no había frecuentado. Encadené varios libros de cuentos hasta que un día tuve una especie de iluminación, cogí el borrador de una novela que se me había atascado durante doce años, La bella cubana, y vi claro cómo tenía que completarla. El mirlo burlón la he terminado muy rápido, en unos siete meses, porque soy un escritor muy lento. Me dan envidia los escritores que tardan poco y son buenos además. Supongo que depende del carácter de cada uno, de lo maniático, y yo lo soy bastante. Escribo a mano y corrijo mucho. Siempre hay cosas que corregir. Es un proceso lento y pesado pero me da tranquilidad escribir a mano. Lo malo es que si tardo mucho en pasarlo al ordenador a veces no entiendo mi propia letra. Cuando terminé esta novela había empezado a escribir unos cuentos que tiene ya mi editor de Pre-Textos, Manuel Borrás, y me acaba de decir que le han gustado mucho.

-Hay numerosas citas camufladas en la novela, como esos versos de Luis Rosales, "sabiendo que jamás me he equivocado en nada / sino en las cosas que yo más quería". ¿Qué papel juega la poesía en su vida?

-Ese verso de Rosales es asombroso y no hace falta ser creyente para advertirlo. He leído mucha poesía a lo largo de mi vida. De joven me influía para mal porque cogía su ritmo. Y la prosa tiene su propia música, que a veces es indistinguible. Tengo mucho cuidado de que lo que escribo suene bien pero no musical, que tenga un tipo de ritmo interno mío. En mi obra hay muchos pasajes inspirados por citas musicales y títulos como La bella cubana que responden a obras musicales. Pero en algunos de mis libros he buscado la intensidad de la poesía y eso es contraproducente. Una emoción lírica intensa perjudica a la narración misma, el relato debe ser fluido y evitar lo que Marsé llamaba la prosa púrpura, brillante. No me convencen demasiado las prosas poéticas andaluzas muy elaboradas al estilo de Platero y yo, en ese sentido prefiero a Galdós y a Dostoievski.

"A Martínez Nadal le conocí en Londres, era el exiliado al que todos se dirigían: Barea, Cernuda..."

-Durante un tiempo coordinó las actividades culturales del Instituto Cervantes. Una constante de su trabajo fue apoyar la literatura española del exilio. ¿Por qué asumió ese compromiso?

-Me interesó primero como estudiante porque descubrí que había unos escritores estupendos a los que no podías leer en España. Así que cuando Alfaguara comenzó a editar los Campos de Max Aub me los leí con pasión. Y lo mismo me pasó con Sender, que además era paisano mío, y del que comenzaron publicando aquí Las tesis de Nancy y la maravillosa La aventura equinoccial de Lope de Aguirre (1964). Fueron editándose luego en Alianza la trilogía Vísperas de Manuel Andújar, que escribió en el exilio mexicano, Muertes de perro de Ayala... Me pareció tan injusto que estos grandes autores hubieran estado ninguneados o no publicados mientras aquí leíamos a Luca de Tena, no había comparación. Luego vi que otros ni siquiera atravesaban la frontera y decidí, cuando trabajé en Inglaterra pero sobre todo en Nueva York, donde dirigía las actividades culturales del Cervantes, dedicar actividades al exilio republicano. Organicé congresos, publicaciones, reuniones, sobre todo para dar a conocer a los que no llegaban aquí. Promoví a Roberto Ruiz, Mara Carreño y, sobre todo, a Angelina Muñiz-Hüberman, que aún vive en México. Sus padres se refugiaron en Francia y cuando entraron los nazis temían por su final por lo que mantuvieron un judaísmo clandestino. También me interesó reivindicar a Jose Cabrero Arnal, creador de Pif le chien, un personaje fascinante. Era ebanista del bando republicano y miliciano, se fue a Francia y formó parte del maquis. Lo capturan los nazis y lo mandan a Auschwitz. Sobrevive y pesa 29 kilos cuando entran las tropas de liberación. Se salvó porque hacía dibujos eróticos para los guardianes. En París se recupera y crea un perrito, Pif, que ya había inventado en España y tuvo tal éxito que creó hasta su propia publicación.

-También tuvo una gran relación con otro exiliado republicano, Martínez Nadal, que tan importante fue en la vida de Cernuda, a quien también ha reivindicado.

-A Rafael Martínez Nadal le conocí en Londres, era el exiliado al que todos se dirigían: le consiguió trabajo a Cernuda, a Arturo Barea... Su casa en Londres era un pequeño museo del exilio y ahí nos enseñó primeras ediciones, como una del Romancero gitano completamente autografiada por el propio Lorca, que escribió comentarios, pintó dibujos... Su mujer era Jacinta Castillejo, hija del fundador de las becas republicanas, José Castillejo. Es una mujer interesantísima que dedicó a su madre Irene Claremont un libro precioso, Respaldada por el viento. Sobre la figura de Luis Cernuda trabajé mucho más en mi etapa en el Instituto Cervantes de París: organicé mesas redondas en torno a su figura con profesores de la Sorbona y poetas españoles de varias generaciones, como Paco Brines, Fernando Ortiz, Luis Antonio de Villena, Jenaro Talens... He leído mucho a Cernuda, y sé varios poemas suyos de memoria. La biografía que le dedicó Antonio Rivero Taravillo es una maravilla, por cierto.

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