Cosas que suceden todavía
'Las abismales' | Crítica
Uno de los autores más personales de la literatura española, Jesús Ferrero, regresa con 'Las abismales', obra que le valió el Premio de Novela Café Gijón
La ficha
'Las abismales'. Jesús Ferrero. Siruela, Madrid, 2019. 244 páginas. 18,95 euros
En países como Francia, donde la cultura es algo más que un ministerio, hay ese escritor aparte, aislado de modas y cambios de viento, en ocasiones atrancado en su buhardilla, que redacta su obra personal sin lazos evidentes con las corrientes mediáticas del momento. Pienso en Julien Gracq, retirado en un oscuro apartamento de la orilla izquierda del Sena, mientras de su mano brotan descripciones inverosímiles de ciudades y mares que no existen; o en el ignoto Jacques Abéille, virtualmente inédito hasta la sesentena, autor de una novela río que fue haciéndose en las aulas desangeladas de un instituto de provincias. En estos nombres, la literatura es una habitación interior, la construcción de un espacio, un ámbito particular en que reconocerse como creador, ajeno al dictado de las modas y las componendas editoriales. Lo más parecido a ellos que tenemos en España, servata distantia, es Jesús Ferrero.
Hace unos años, unas décadas, los ojos de uranio y el cráneo rapado de este zamorano del 52 eran presencia recurrente en las páginas de cultura de los periódicos, y no sólo en ellas. Encumbrado por la famosa movida, encarnación de la noche a la mañana de un estilo liberado del incienso y la mugre de los ateneos, profeta de una nueva literatura más europea y mundial que vinculada al patio de casa, Ferrero se convirtió en un clásico instantáneo con su famosa Bélver Yin (1982), novela con ingredientes de intriga y erotismo ambientada en un Shanghái años veinte inasequible para cualquier otro escritor de entonces. A partir de aquel momento demostró con creces que su bandera era la versatilidad, y se dio felizmente a abrir puertas que hasta la fecha sus coetáneos en esto de la novelística ni siquiera sabían que existían, o sólo de manera defectuosa: la novela oriental de aventuras (Opium, 1986), la histórica, de nuevo en China (Los reinos combatientes, 1991), la negra con ribetes sea psicológicos o sociales (Lady Pepa y El efecto Doppler, de 1988 y 1990 respectivamente), el cuento fantástico con la debida decoración medieval (Alis el salvaje, 1991) y muchas otras.
El río de los títulos, como puede comprobar cualquiera que teclee Wikipedia, siguió fluyendo durante años trayendo más y más incorporaciones, las últimas de ellas, de sólo hace unos años, en forma de saga policíaca en torno a la figura de la detective Ágata Blanc, en La noche se llama Olalla (2013) y Nieve y neón (2015), ambas en su sello de referencia, la editorial Siruela.
Quien haya recorrido la mayoría de estos libros habrá advertido que la presencia de Ferrero se revela en sus obras antes por el estilo o la selección de los temas que por su desarrollo, que nunca importa mucho. En un formato que a veces hace pensar en el cómic, en los esquematismos del teatro oriental o la fábula pura y simple, sus historias no se preocupan por la verosimilitud, y aunque a menudo se encuentren ambientadas en la actualidad más radiante, conservan siempre en ellas algo de atemporal, remoto, diríamos que arquetípico. Esa atmósfera de distancia y cierto empaque, que recuerda también al esplendor hierático de los iconos bizantinos, viene reforzada por el abierto tono espiritual, en ocasiones esotérico, de muchos de los párrafos, agravado por préstamos de libros sagrados de una u otra cultura, y por un estilo de un certero equilibrio entre el lenguaje de la calle, el de María Moliner, y el alto idioma de las cátedras de la RAE.
Todo lo anterior se aplica punto por punto a su último producto, Las abismales, que obtuvo en su día el Premio de Novela del Café Gijón. Vuelve el ambiente irreal, casi místico, que roza la visión o la alegoría, hábilmente mezclado con detalles del presente que fortalecen la extrañeza; vuelve el tono solemne que a veces se desliza hacia la parodia y que no rehúye el cuerpo a cuerpo cuando se ve abocado a la acción directa y la narración simple. En este caso, el escenario es un Madrid más o menos contemporáneo, donde un elenco de personajes extravagantes, muy de Ferrero (hay un mitólogo, su novia muerta, la hermana de la novia, el padre loco de ambas, un vagabundo adorador del diablo, un caballo rojo llamado Turmalín, un profesor de griego que monta orgías, el etcétera es largo), se desplazan de un sitio para otro hostigados por obsesiones y encuentros con la mitad más oscura de la realidad, allí donde los coordenadas cartesianas no conservan todo su rigor.
Organizada coralmente, la novela nos hace saber que una amenaza incierta se abate progresivamente sobre la capital: un miedo extraño, que ha tomado cuerpo en un ente que no puede verse, se apodera de la población y promueve disturbios de orden apocalíptico. El ente palpa a traición a amantes que se esconden bajo las sábanas, a adolescentes que juegan a la gallinita ciega; aterroriza a quienes caminan solos por el bosque; solivianta al populacho hasta el borde del paroxismo y lo arrastra hacia la escalinata del Parlamento, donde atronará las sesiones del gobierno con exigencias, igual que todas, demasiado difíciles de satisfacer.
En diversas declaraciones que han acompañado a la presentación de su novela, así como en la novela misma, el autor confiesa que su intención ha sido explorar los resortes del terror y del deseo y su atávica expresión en la mitología, la más antigua de las creaciones humanas. La idea de fondo es, entonces, que existen abismos en el alma humana, pozos de emoción y sentimiento apenas cartografiados, para reconocer los cuales nuestra razón occidental resulta a menudo inútil, y que sólo pueden ser inventariados con el recurso intemporal a los mitos. Cabe recordar aquí el famoso lema del neoplatónico Salustio: el mito no cuenta cosas que han sucedido, sino que suceden todavía. Y en este sentido, Ferrero trufa su relato con episodios, personajes y atributos en los que pueden reconocerse muchos de los rasgos míticos de antaño, esos que, lejos de yacer inertes en los poemas épicos y los frisos de los museos, siguen tomando cuerpo presente en la diaria cotidianeidad de la calle.
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