En el jardín de los símbolos

'El sueño del rey rojo'. Alberto Manguel. Traducción: Juan Tovar Elías. Editorial Alianza. Madrid, 2012. 511 páginas. 22 euros.

Alberto Manguel (Buenos Aires, 1948).
Alberto Manguel (Buenos Aires, 1948).
Manuel Gregorio González

27 de junio 2012 - 05:00

Es Platón quien identifica la letra impresa con el olvido. A Homero le bastó recitar la Ilíada, en el ocaso de la Edad del Hierro, con la sola ayuda de su memoria. De otro modo, sus héroes tal vez no hubieran tomado cuerpo, como hebras de humo, ante un auditorio numeroso y crédulo. Ahora no nos es dado imaginar la voz de Homero; una voz que suponemos irónica, solemne y fatigada, copando la oscuridad de las ciudades áticas. En última instancia, será el propio Platón quien traicionando a Sócrates fije las palabras de su maestro en la grafía de los helenos. A partir de ahí, el hombre y la letra se multiplican misteriosamente, hasta confundirse en el orden cauteloso de las bibliotecas. Recordemos que Babel fue, no un afluir de lenguas, sino una vaga oscilación de las palabras, que se hicieron tortuosas, incomprensibles, extrañamente opacas, en el oído del otro. Y ése es, de alguna forma, el carácter esencial de la obra impresa. Los diversos matices de la voz homérica buscaban una representación unívoca, total, de la guerra de Troya. Por contra, los libros que yacen en los anaqueles han tenido tantas vidas, tan variadas y opuestas interpretaciones, como lectores acudieron a sus páginas. De ese cruce del recuerdo y el olvido, de la ductilidad de las palabras, de su callado magnetismo, del mundo representado en ellas, se habla en El sueño del Rey Rojo, libro recopilatorio, ensayístico, de Alberto Manguel, acogido al magisterio de Lewis Carroll.

Borges, tan cercano a Manguel, se mostraba orgulloso, no de los libros que había escrito, sino de aquéllos que leyó o se hizo leer a lo largo de sus días. Quiere esto decir que Borges supo, tempranamente, que un hombre es muchos hombres; y que por eso nos es dado comprender la sevicia y el perdón, la magnanimidad y el tedio. ¿Por qué Carroll, en fin, como sombra tutelar de este libro erudito, desigual, apasionado? Sin duda porque en Alicia en el país de las maravillas se dramatizan, a un tiempo, la capacidad subversiva del idioma y el hecho fundacional, originario, de dar nombre, como Adán, a un universo virgen. Sobre este supuesto, los ensayos incluidos en El sueño del Rey Rojo abundan en tres cuestiones relacionadas con la escritura. Una primera es la prolongación del hombre a través de los libros; otra es la posibilidad de la memoria, gracias a la página impresa. La tercera es la propia construcción del mundo, su ordenada fantasmagoría, como imagen especular de la escritura. Una cuestión añadida, derivada de las anteriores, lleva a Manguel a defender una doble autoría en la creación literaria: tanto el que lee como el que escribe (Hitler leyendo a Nietzsche, Joyce reescribiendo a Homero), se deslizan sobre el lecho legamoso y fértil del idioma. No existe, pues, una única lectura de Hamlet o Don Quijote. Según la época y el hombre, uno y otro han servido a las especulaciones sobre el poder, el incesto, la locura o la naturaleza umbría de las pasiones. Por contra, lectura y escritura han cimentado una varia y cambiante idea del cosmos. Un cosmos, en cualquier caso, emanado del mismo hecho de enunciarlo, como las bestias del Génesis.

Quizá, los dos mejores ensayos de este libro sean Borges enamorado y La biblioteca del Judío Errante. Si en el primero es la desdicha amorosa de Borges quien justifica, en cierto modo, su obra; en el segundo, el mito del Judío Errante adquiere un inesperado optimismo. Ser Ashaverus, estar condenado a vagar por la tierra hasta la segunda llegada del Salvador, es también disfrutar de una insólita posiblidad: la posibilidad de leer infinitamente, de conocer hombres y naciones hasta el fin de los días. Quizá ése era el designio secreto de la divinidad, sustituir con la sabiduría la huella de un prejuicio arcano. Hay, de fondo, en El sueño del Rey Rojo, una terrible paradoja: ¿cómo es posible que un hombre cultivado, un profesor eminente, un escritor acaso, se abisme en la delación y el oprobio? Manguel expone el caso de un profesor de la infancia, que ejerció de conspicuo delator en la dictadura argentina. Pero esta cuestión, evidenciada a lo largo de todo el XX, no encuentra aquí su respuesta.

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