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"Al final, el cine 'de festival' es tan inocuo como el hecho para el público 'mainstream"

Isaki Lacuesta | Cineasta

El director catalán Isaki Lacuesta estrena este fin de semana 'Entre dos aguas', película con la que ganó la Concha de Oro de San Sebastián y en la que regresa a los personajes y al territorio gaditano de 'La leyenda del tiempo'

El cineasta Isaki Lacuesta (Gerona, 1975).
Francisco Camero

30 de noviembre 2018 - 16:59

Sevilla/Isra, el menor, quería ser guardia civil, tonteaba con muy poca vergüenza con niñas mayores que él y, en general, con su melena Camarón style, era el vivo de los dos. Cheíto, el mayor, soportaba con estoicismo los vaciles del otro, fracasaba en los estudios y de repente, abrumado, sentía sobre su conciencia la responsabilidad aplastante de ser el hombre a cargo de la casa tras la muerte del padre. De esto hace 12 años.

Partiendo de lo real, como suele, Isaki Lacuesta (Gerona, 1975) construyó en La leyenda del tiempo una hermosísima y emocionante ficción llena de verdad y poesía sobre los paisajes, las gentes y el rumor de la vida callejera en el sur, más en concreto de San Fernando, uno de los lugares más arrasados por el paro y la inexistencia de horizontes de la por lo demás cautivadora bahía de Cádiz.

Y allí regresó el cineasta catalán para rodar Entre dos aguas, película que le dio su segunda Concha de Oro de San Sebastián –la primera llegó en 2011 por Los pasos dobles–, y que llega este viernes a los cines. En ella vuelve a asomarse a las vidas de esos dos inolvidables hermanos, a los que encontramos ahora –convertidos, de nuevo, en personajes de una historia fabulada pero no del todo ajena a su propia historia de supervivencia– saliendo de prisión por vender hachís, el uno, y enrolado el otro en el Ejército, pasando las de Caín en su intento de llevar una vida de esas que algunos llaman normal y ordenada, aunque vaya usted a saber eso qué diablos es, y en todo caso lo que cuesta.

Nos atiende Isaki Lacuesta por teléfono desde París, donde el Centro Pompidou le está dedicando estos días una exhaustiva retrospectiva.

–¿Cómo conoció ese territorio tan peculiar y por qué estableció un vínculo sentimental con él?

–Fuimos de vacaciones a San Fernando, pero sin intención de hacer una película, sólo para pasear y descubrir el lugar donde había nacido Camarón; para conocer esos paisajes que aparecían en las letras de tantas canciones y ver de dónde había salido toda esa música. Y nos maravilló [en el plural están él e Isa Campo, su pareja y coguionista]. Supimos que queríamos pasar más tiempo allí y empezamos ya a pensar en una película como La leyenda del tiempo. Imaginábamos la historia de un niño de 12 años que tenía que dejar de cantar porque le cambiaba la voz, aunque luego lo que pasaba con Isra y Cheíto era que no podían cantar ni hacer música porque estaban de luto. Esa especie de juego de imaginar a partir de lo que veíamos, para luego ir modificando en función de lo que encontrábamos, explica la forma de trabajar tanto en La leyenda... como en Entre dos aguas.

–Llevaba años diciendo que le apetecía volver a la historia de los dos hermanos y a esos paisajes. ¿Cómo fue el reencuentro, y por qué no antes o después?

–No fue un reencuentro porque nunca hemos dejado de vernos con frecuencia, a veces ha pasado un año sin vernos, pero nunca hemos dejado más tiempo sin tener contacto. Y siempre lo hablábamos. Isra es el que más insistía. A mí también me atraía esa fantasía de seguir filmando cómo cambiábamos todos. Hace cinco años vimos que podíamos arrancarlo porque Isra y Cheíto se enfrentaban ya a historias propias de los adultos. Hubo un momento importante, que fue cuando Cheíto regresó después de pasar un año de misión en África con la Armada; nos pareció un buen principio, como el comienzo de un cuento de Conrad o Stevenson. Y tuvimos definitivamente claro que era el momento de empezar a filmar cuando supimos que Isra iba a ser padre.

–¿Capturar el paso del tiempo es la mayor virtud y a la vez el mayor reto del cine?

–Sí, al menos para mí. Como espectador, estas cosas, cuando las veo, me tocan mucho. Creo que no somos demasiado conscientes de hasta qué punto el cine y la fotografía han cambiado nuestra percepción del paso del tiempo y del cambio de los cuerpos, a veces acentuando y a veces atenuando esas transformaciones. Antes de la fotografía o el cine, nadie se había visto a sí mismo de pequeño, nunca habíamos visto a nuestros padres de bebés, o cómo envejecen a medida que pasamos las páginas de un álbum de fotos. Todo eso me interesa, por supuesto, y el cine, de forma natural, lo está haciendo todo el rato.

Una imagen de la película.

–¿Cómo definiría su relación con Isra y con Cheíto y de qué modo cree que entienden ellos lo que hace usted en su cine?

–Los defino como amigos; son mis amigos. Y mi cine lo entienden muy bien porque hemos aprendido a hacerlo juntos. Lo he dicho otras veces, porque es cierto: en muchos sentidos, siento La leyenda del tiempo como nuestra primera película. No compartimos los referentes, porque hay muchas películas que a mí me han servido para encontrar esta forma, y ellos la mayoría no las han visto, pero no sólo entienden muy bien lo que buscamos sino que de hecho han hecho muchas aportaciones.

–¿Cuáles son esos referentes?

–Antes hablábamos de filmar cómo íbamos cambiando todos, algo que está muy presente en el trabajo de Truffaut con Jean-Pierre Léaud, y también en las películas que hizo John Ford con John Wayne. Y tantos otros cineastas que trabajaron durante mucho tiempo con los mismos actores... Curiosamente, el mismo año de La leyenda del tiempo se estrenó en España Saraband, donde Bergman retomaba la historia de los personajes de Secretos de un matrimonio, con los mismos actores, y cabe recordar que ahí estaba Liv Ullmann, con la que se había casado y de la que se había divorciado... En esa película estaban muy presente los miedos de todos ellos, los miedos nocturnos, el miedo a morir, y también lo está el propio Bergman. Estaban todos los cambios en los 30 años que habían pasado desde Secretos...

–¿En qué medida, en este acercamiento a otras formas de vida y a otro estrato social, tenía en mente cuestiones como el conflicto de clase?

–Es inevitable que esté ahí, aunque no fueran el motor que nos impulsó a hacer la película. En cuanto haces un retrato del mundo de La Casería y de San Fernando, todo esto aparece, está ahí, a flor de piel. La agonía económica, la dificultad de conseguir un trabajo, la imposibilidad de saber cómo será tu vida dentro de tres meses... Al final la película es también el retrato de una España que no aparece en los medios de comunicación. A mí hay gente que me dice ¿y cómo tú que eres de Gerona, que eso te queda muy lejos...? Pero a muchos amigos míos que viven en Sevilla, o en Málaga, o en Cádiz, en realidad también les queda lejos. A todos los que somos de una cierta clase media esa realidad nos queda muy cerca y muy lejos.

Un instante del rodaje en el barrio de La Casería, en septiembre del año pasado.

La leyenda del tiempo retrataba el paso de la niñez a la adolescencia y, aunque sólo fuera por eso, tenía un tono a ratos más inocente; ahora, con los personajes ya adultos, es más difícil esquivar la dureza de sus vidas. ¿Es Entre dos aguas una película desesperanzada?

–No es una película desesperanzada, pero lo que retrata es desesperanzador. Al igual que los personajes, la película intenta no caer en la desesperanza. Pero es verdad que la película ha terminado siendo más dramática de lo que esperábamos. Es curioso, porque aquí en París la gente ha visto La leyenda del tiempo después de Entre dos aguas, y tengo la sensación de que han percibido más drama en La leyenda... En esa película ya estaba la orfandad, ya había muchas dificultades, pero al fin y al cabo eran dos niños, y esa alegría de vivir y esa jovialidad de los niños acaba, no tapando nada, pero sí cambiando un poco el tono de la historia. Hace doce años había una serie de colores que ahora se han convertido en lágrimas. Hay mucha más dureza en esta película, sí.

Entre dos aguas, en la propia textura de sus imágenes, es mucho más cinematográfica, a diferencia de La leyenda del tiempo, rodada en digital. No creo que fuera una elección casual...

–Claro. De hecho, son dos elecciones. La leyenda del tiempo la rodamos entre Cravan vs. Cravan, que era celuloide, y Los condenados, también en celuloide. Y fue la primera película que hice en digital, por dos motivos: uno casi logístico y otro relacionado con el hecho de que queríamos rodar la vida en presente, la vida de dos adolescentes del siglo XXI en un lugar muy concreto. Queríamos que se viera la vida pasar ante nuestros ojos. Las texturas y los soportes connotan mucho, incluso para alguien que no tenga ni idea de cine. Mi madre ve una película en digital y a lo mejor no puede explicar exactamente por qué, pero sabe que esa película se ha hecho ahora; y ve una película en celuloide, con una determinada textura, con una fotografía en la onda de Jack Cardiff, por ejemplo, y sabe que es una película de los 50 aunque tampoco sepa decir por qué. En San Fernando vimos muchas imágenes, Isra mariscando sin camiseta, Cheíto llegando en el barco, toda una serie de rituales, gestos y trabajos, que, si no se prestara atención a los detalles, si no se miran de cerca, podrían ser de los años 50, los 70, los 90 o de hoy mismo. Usar celuloide tuvo que ver con esa especie de limbo temporal, era una manera de connotarlo mucho más. Y de algún modo es una elección narrativa también, porque ese limbo habla del estancamiento de los personajes, que terminan viviendo igual que sus padres y sus abuelos, y que no han conocido nunca el futuro que esperaban... Y de repente aparece un teléfono móvil o un tema de trap o de estilos musicales que se llevan ahora, y sabes que estás en 2018, pero yo quería encapsular a los personajes en esa atemporalidad. Y bueno, también hemos rodado en cine porque podíamos hacerlo. Algo hemos aprendido en todos estos años.

–En su esquema narrativo, la película tiene mucho de western: el tipo que regresa a un lugar donde ya nada es como era, y no acaba de encajar. ¿Quiso trabajar a partir de la idea del cine de género no declarado o subterráneo?

–Pues no, pero es curioso porque el otro día un periodista me preguntó lo mismo y yo no acababa de entenderlo. En Los condenados y Los pasos dobles sí partimos mucho del western pero en cambio en ésta no. Me pregunté si tenía que ver con la forma esa pregunta. En esta película, a diferencia de La leyenda del tiempo, intentamos que siempre Isra y Cheíto siempre estuvieran encuadrados con el paisaje a su alrededor, con aire por arriba y por los lados; es una película con más confianza en el plano general que La leyenda... Pero aun así no lo veía. Ahora me doy cuenta de que esa premisa argumental es muy de western. Pero no lo había visto hasta ahora.

Otra imagen de 'Entre dos aguas'.

–Reflexionaba hace poco en un artículo sobre el cambio de paradigma que han vivido los cineastas de su generación, el derrumbe del sistema de productoras y estudios, la permanente escasez de recursos... En este contexto, dice usted, debemos plantearnos qué tipo de cine tiene sentido realizar ahora. ¿Cuál?

–Cada vez tengo más claro que me gustaría hacer un cine que roce al espectador. Pienso en todo eso de los algoritmos de internet, vemos en Facebook mensajes de gente que vota como nosotros y piensa como nosotros, y terminamos viendo películas de nuestra clase social, sobre nuestro mundo, sobre cosas que al final no nos rozan ni mucho menos nos cambian... Por eso pienso que en última instancia las películas experimentales para el público de festivales son igual de inocuas que las que se hacen para el público mainstream. A posteriori me he dado cuenta de que inconscientemente siempre he intentado hacer cosas que de algún modo no sean del todo las esperadas. Por eso en Los condenados intentamos recoger un poco de esa tradición de cine narrativo, para que el público de festival se encontrara con narrativas más antiguas. Y viceversa: en Murieron por encima de sus posibilidades la idea era llevar al público de Imanol Arias a encontrarse con Albert Pla.

–Esto que dice parece confirmar la impresión de que, tras sus comienzos con obras más experimentales y de poso ensayístico, en los últimos años parece ya mucho más interesado en contar historias potentes que en la reflexión sobre el propio medio...

–Así es. Yo en las primeras películas tenía muchas ganas de aprender, y las sigo teniendo. Pero los cineastas clásicos hacían dos, tres películas al año, y tenían ahí un aprendizaje enorme. Los que llegamos ahora estamos obligados a rodar con tiempos más lentos y nos llevaría 40 o 50 años aprender todo eso. Por temperamento y por ganas de aprender comencé haciendo películas muy heterogéneas, muy de collage... Y hay cosas de esas películas que me gustan mucho y que todavía reivindico, pero es verdad que en ellas la empatía con los personajes es menor, porque veces la forma y el director se interponen entre los personajes y el espectador. Ahora prefiero trabajar con menos materiales, y más transparentes. Sigo teniendo proyectos experimentales, pero son ya imposibles de levantar para el cine, y en todo caso me parece que el lugar adecuado para esas obras es el teatro o las exposiciones, más que una sala de cine.

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