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La inteligencia omnívora

Gredos recoge una amplísima muestra del genio creativo de Voltaire en un volumen que incluye sus 'Cartas filosóficas', el 'Tratado sobre la tolerancia', un extracto de su 'Diccionario filosófico', los 'Opúsculos&' y 'Cuentos' y las 'Memorias'

Manuel Gregorio González

26 de enero 2011 - 05:00

Como nos recuerda Fernado Savater en su prólogo, Voltaire no fue exactamente un filósofo. Fue, sin duda, un formidable polemista, un eficaz divulgador y un crítico severo de las contiendas religiosas en la Europa del Antiguo Régimen. También fue, como señala Martí Domínguez en su excelente estudio introductorio, el primer escritor que vivió a sus expensas y no del generoso arbitrio de algún noble cultivado. Sin embargo, la fama de Voltaire, aún en vida del filósofo, alcanzó proporciones difícilmente imaginables. Su amistad con Federico II de Prusia, luego malograda, o su entierro en el Panteón de los Hombres Ilustres de París, a los pocos años de su muerte, así lo declaran. Entonces, ¿a qué talento adjudicar la nombradía de Voltaire? ¿En qué singularidad se fundamenta el interés, la vigencia, el secular influjo de su obra?

En este volumen editado por Gredos se recoge una amplísima muestra del genio creativo de François-Marie Arouet, más conocido como Voltaire. En concreto, sus Cartas filosóficas, el Tratado sobre la tolerancia, un extracto de su Diccionario filosófico, los Opúsculos y Cuentos, y sus Memorias. Del propio enunciado de los títulos podemos extraer dos características que quizá ya nos expliquen algo sobre la misteriosa naturaleza de su fama: la brevedad y el carácter argumentativo, polémico, documental, que tienen dichas obras. A lo cual habría que añadir, como elemento determinante, la amplia difusión de sus escritos, propiciada por la intensa mecanización editorial de aquella hora, y que también facilitó la divulgación y la venta, en proporciones nunca esperadas, de la Enciclopedia. Con esto quiere decirse que Voltaire, en cierto modo, inaugura el ámbito de un género que entonces nace, y que alcanzaría su mayor grado de exuberancia en el siguiente siglo: el periodismo.

Las Cartas de Voltaire, los artículos de su Diccionario, sus cuentos y opúsculos de carácter combativo, son el precedente inmediato de cuanto Larra, Zola o Victor Hugo harán, ya en los diarios, medio siglo más tarde. Por supuesto, no debemos olvidar que Voltaire viene del ensayismo de Montaigne y las cartas eruditas del obispo Guevara, aquel soberbio e imaginativo consejero de Carlos V. Pero en Voltaire prima ya la individualidad, el humor, el gesto propio, y no la grave sabiduría académica del siglo ilustrado. Así, si el Chevalier de Jaoucourt o el propio Diderot sucumbieron al peso y a la fama de la Enciclopedia, la obra de Voltaire viene sustentada principalmente en aquella inteligencia omnívora, capaz de escrutarlo todo, y cuya huella más evidente era su propia personalidad, la sagacidad y el ingenio inconfundible con que asombró a las cabezas más altas de su siglo. De igual modo que Newton, tan admirado por Voltaire, era identificado por la elegancia y economía de sus fórmulas ("por las garras se conoce al león", admitió uno de sus colegas), la impronta de Voltaire es la cerebración fulmínea, el humorismo escueto, un sumergirse en los asuntos de su tiempo que le llevaría al exilio pero también, indiscutiblemente, a la fama.

En este sentido, el Tratado sobre la tolerancia es una obra ejemplar; y no sólo por su defensa de la convivencia religiosa. También, y principalmente, porque se trata, quizá, de la primera obra detectivesca de que tengamos noticia. En esas terribles páginas, Voltaire demuestra, con absoluta evidencia, que el crimen achacado a un hugonote, y su posterior enjuiciamiento y ejecución, no fueron más que el producto del odio entre católicos y protestantes. Si bien en la Vida de Torres Villarroel o en el "milagro de las florecillas" de Feijoo podemos encontrar una pareja labor investigadora, en el Tratado sobre la tolerancia no es sólo la impugnación de un crimen, la irrefutable defensa de un inocente, sino la reclamación de un derecho laico, ajeno a las disputas eclesiasticas, como ya había hecho Beccaria en Livorno, lo que sitúa a Voltaire en la cabeza del movimiento ilustrado.

Pero Voltaire es, ante todo, invento de sí mismo. Su yo personalísimo e hipertrofiado preludia ya a las grandes individualidades del siglo romántico. Cuando el caballero Rohan-Chabot, burlado por Voltaire, mandó apalearlo, es fama que gritaba desde el carruaje: "¡No le golpeéis en la cabeza!". Cierto o no, esta imagen del titán trémulo y apaleado es sólo comparable, en su inmediato simbolismo, a la del cadáver de Wagner, sorprendido por la muerte en su palacio veneciano, y con la trenza cortada de su mujer, como la ofrenda última de una valquiria, sobre el pecho inerte. Hoy parece obvio que en Voltaire se resumen una ambición universal, el afán de claridad y una inteligencia altiva. No lo es tanto, quizá, que a aquella ambición de libertad, de igualdad, de improbable concordia, le debemos, en buena parte, las nuestras.

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