Instrucciones para el futuro
El mundo no se acaba | Crítica
Anagrama publica El mundo no se acaba, un riguroso y esperanzado ensayo sobre el cambio climático y sus soluciones, obra de la joven científica escocesa Hannah Ritchie, investigadora del Programa para el Desarrollo Mundial de la Universidad de Oxford

La ficha
El mundo no se acaba. Hannah Ritchie. Trad. Francisco J. Ramos Mena. Anagrama. Barcelona, 2025. 472 págs. 24,90 €
En El mundo no se acaba, la científica escocesa Hannah Ritchie (Kilkirk, 1993) expone con razonable sencillez y escrúpulo científico los peligros a los que se enfrenta el mundo de las próximas décadas, debidos, principalmente, a la quema de combustibles fósiles. También expone, con igual claridad, las soluciones que se podrían articular o ya se han arbitrado, con el doble objetivo de conjurar el cambio climático y legar a las generaciones venideras un mundo “sostenible”. Como queda claro desde el título, este no es un libro apocalíptico; antes bien, ofrece una sólida perspectiva, asentada en el análisis de los datos disponibles, que desautoriza la inclinación actual a los titulares catastrofistas. El fin último de este trabajo incluye, por tanto, un notable cambio de perspectiva. Un cambio que no se ciñe a la mera posibilidad de sortear las catástrofes pronosticadas; sino que implica una acción mucho más vasta: aquella que, por primera vez en la historia, permita al ser humano legar un planeta en mejores condiciones a sus herederos. “Creo que podemos ser -dice Ritchie al finalizar el libro- la generación que satisfaga las necesidades de todos dejando el medio ambiente en mejor estado del que lo encontramos”.
El uso de fertilizantes ha permitido el incremento de la masa boscosa
“Lo que nos diferencia de nuestros ancestros -continúa Ritchie- es que, gracias a los cambios económicos y tecnológicos, tenemos opciones”. Dichos cambios pueden ejemplificarse tanto en el uso de fertilizantes como en los plásticos que hoy permiten una producción de alimentos más que suficiente para la población actual, junto con una mejor conservación, gracias al envasado de tales productos. A ello debe añadirse la mayor disposición de energía, gracias a las nuevas tecnologías, no vinculadas al combustible fósil (nuclear, eólica y solar, principalmente), cuyo abaratamiento es determinante tanto a efectos del calentamiento global, como a la mejora de las condiciones de vida de los países pobres. La profunda interconexión entre todas estas cuestiones se puede ejemplificar en el uso de nitratos o en los cultivos modificados genéticamente. Gracias al extraordinario incremento de la productividad que propiciaron los fertilizantes, la supuesta amenaza malthusiana que gravitaba sobre el planeta a mediados del XX hoy se ha diluido decididamente. Ese mismo incremento es el que ha permitido la liberación de tierras cultivadas que devienen masa boscosa y contribuyen a la bajada del CO2 en la atmósfera. Y es también esa necesidad de revertir suelo cultivable en selva agreste la que invita a consumir menos carne de vacuno, tanto por las célebres flatulencias que el ganado arroja a la atmósfera, como por las enormes extensiones de cultivo necesarias para su alimentación y su cría, muy costosas en términos ecológicos.
Lo que demuestra Ritchie de manera convincente es que las propuestas de un aminoramiento de la población mundial o un decrecimento económico del planeta no solo no solucionarían los síntomas del cambio climático, sino que agravarían sus consecuencias, con particular efecto entre las zonas desfavorecidas. A este respecto Ritchie señala dos prácticas supuestamente ecológicas que no lo son tanto: los productos ecológicos, menos productivos y necesitados de mucha mayor extensión para su cultivo; y la vuelta a la vida rural, cuya huella ecológica es mucho mayor que la del más sofisticado urbanita. Es a través de las innovaciones técnicas, la política económica y una legislación acorde con tales objetivos, como Ritchie -investigadora del Programa de Desarrollo Mundial de la Universidad de Oxford-, sugiere rectificar las manifestaciones anómalas y perniciosas que atañen a la ecología mundial. Pero no mediante a una imposible vuelta a la “naturaleza”, de carácter ideal, cuyos logros serían más que dudosos a juicio de la investigadora: “Que miles de millones de personas nos pasáramos a la vida rural sería un desastre para los bosques del planeta”.
Es también a refutar la naturaleza adánica de tales ensoñaciones por lo que Ritchie señala que podríamos ser, en unas décadas, la primera generación “sostenible”. Y ello por la sencilla razón de que ninguna de las anteriores, desde el hombre de Orce a nuestros días, lo ha sido. Son de enorme interés, por otra parte, las páginas que Hannah Ritchie dedica a la contaminación, a los plásticos, la biodiversidad, la sobrepesca, a su evolución favorable o a la solución posible de tales cuestiones. Cuestiones, por otro lado, de colosal envergadura, cuya mejora está vinculada estrechamente a la mejora de las demás, alimentándose unas a otras, como ya hemos visto. Podríamos decir que estas páginas están configuradas por un optimismo moderado y alerta, cuyo resultado podría ser una extraordinaria y global mejoría del mundo: la mayor productividad agrícola de África, con los beneficios de todo orden que ello procuraría, la reducción del consumo de vacuno y de los productos lácteos asociados, o la sustitución definitiva de las energías fósiles por otras más seguras y más baratas (las víctimas directas de contaminación por combustibles fósiles oscilan entre 6 y nueve millones anuales; las víctimas, directas e indirectas, de los dos accidentes nucleares más graves de la historia, Chernóbil y Fukushima, no suman más de setecientas), son ejemplos próximos de un futuro, en absoluto aciago, que acaso no veamos.
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