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Manhattan desde el Queensboro
Milan Calibre 9. Giorgio Scerbanenco. Akal. Madrid, 2011. 361 páginas. 9,50 euros.
Si la vieja novela policial, que alboreó con Poe, se ocupaba de cierta cualidad enigmática del crimen, la novela negra se ocupará, de Hammett en adelante, de la criminalidad difusa que genera, como una flor fantástica y sangrienta, la gran urbe. En Poe, en Conan Doyle, en Chesterton y en Agatha Christie, es un veneno de naturaleza exótica, o la ominosa curvatura de una daga, quien revela la comisión del crimen. En Chandler o en Simenon, en Montalbán o Himes, es ya la ancha paramera del lucro, del poder, de una avaricia torpe e industrializada, quien encamina los pasos del sicario para abatir al enemigo. De esto, como es lógico, se deducen dos logros indeseados: un cierto anonimato del ejecutor y un mayor número de víctimas. Pues, bien, a esta última rama de la literatura criminal pertenece Giorgio Scerbanenco, de cuyo nacimiento se cumplen ahora cien años; y ello con una peculiaridad que lo singulariza dentro de la tradición europea. Esta peculiaridad es la venganza.
Scerbanenco, nativo de Kiev, sin embargo desarrolló en Milán su carrera literaria. Esto significa, principalmente, que Scerbanenco es milanés por derecho propio (llegó en la adolescencia), y que será Milán, la Milán de los 50-60, quien capitalice su obra policíaca. Otros escritores italianos, como Sciascia y Camilleri, abundarán algo más tarde en una cuestión muy de la época: el Poder. El poder y sus formas, el poder y su invisible trama. Scerbaneco, no obstante, se ocupará de un crimen doméstico y al por menor, más diluido en la común desgracia de la posguerra italiana. Aún así, la corrupción, la mafia, la guerra y sus fantasmas, son el lecho insalubre del que emergen todos sus personajes. Es el caso de varios de los relatos incluidos en Milán calibre 9, o la historia larvada que desencadena la tragedia en su novela Traidores a todos. Recientemente, Marco Vichy ha retomado el tema de la guerra mundial, del tránsito de nazis por Italia, de los partisanos de la columna Sant'Angelo, como nudo último de sus tramas, cosa que ya habían hecho Camilleri y Lucarelli -la guerra como fondo- en algunas de sus novelas. Decía, pues, que Scerbanenco pertenece a la tradición continental, y ello por una cuestión determinante. Si el noir europeo se ha distinguido, desde su inicio, por dar el protagonismo a la policía, el detective privado de Poe, luego emulado por Conan Doyle, concibe al cuerpo policial como una masa inoperante de cerebros a la deriva. La gran novela americana del XX seguirá esta senda, ajena al aparato estatal; senda que culmina, por ejemplo, en las novelas de Walter Mosley y su detective aficionado, Easy Rawlins, que tiene la peculiaridad de ser negro en los graves momentos de tensión racial de los 50. Sólo Montalbán, con su Carvalho, y alguna obra de Sciascia, desdice esta tendencia mayoritaria. El resto, el Montalbano de Camilleri, el Maigret de Simenon, el inspector Adamsberg de Fred Vargas, el comisario Bordelli de Marco Vichy, el comisario De Luca de Lucarelli, el inspector Wallander de Mankel, el estupendo Plinio de García Pavón, el comisario Jaritos de Petros Márkaris, el propio Duca Lamberti de Scerbanenco, sostienen una fe última en la capacidad estatal para la resolución del crimen, asunto que no parece prosperar -literariamente- al otro lado del Atlántico. De hecho, los policías de James Ellroy son tan brutales y corruptos, tan asombrosamente paranoides, como los delincuentes a quienes persiguen.
En cuanto a la venganza arriba mencionada, parece que los personajes de Scerbanenco, ya sean los incluidos en estos relatos, ya las novelas que protagoniza Lamberti, se mueven por una restitución arcaica del mal sufrido, y no por un deseo de justicia. Esto quizá se deba a que en sus obras (muy bien escritas, por otra parte; Scerbanenco es un escritor lírico, raudo, de prosa fulminante) es la sociedad, la ciudad misma, su comercio opaco e insondable, quien genera a sus hijos más desgraciados y los especímenes más infames. Quiere decirse, pues, que la justicia, si la hubiere, habrá de hallarse por un cauce diverso al que provee la sociedad que los orilla. La paradoja, sin embargo, reside en que Duca Lamberti, policía al fin, debe moverse entre la justicia y el perdón, entre una violencia ingénita y la brida legal que da el oficio. Y es ahí, entre la cólera y el reglamento, donde Scerbanenco ha situado el drama de una Milán industriosa, venal, cruenta, fronteriza.
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