Ilustrados y excéntricos

El príncipe de Palagonia

Elba publica, por primera vez en español, El príncipe de Palagonia, obra del ensayista italiano Giovanni Macchia, dedicada a la enigmática y atrabiliaria figura del noble dieciochesco Ferdinando Francesco II Gravina, pariente del héroe de Trafalgar, que habitó y concibió la célebre Villa de los Monstruos en Palermo

Vista nocturna de la Villa de los Monstruos
Vista nocturna de la Villa de los Monstruos
Manuel Gregorio González

03 de noviembre 2024 - 06:00

La ficha

El príncipe de Palagonia. Giovanni Macchia. Trad. José Ramón Monreal. Elba. Barcelona, 2024. 184 págs. 21,50 €

Es el Goethe de su Viaje a Italia quien se detiene a reseñar la figura y la estética del príncipe de Palagonia, cuyo palacio palermitano, conocido como la “Villa de los monstruos”, despierta en el viajero alemán una acusada inquietud formal, debido a la extravagante fealdad de sus estatuas y las formas caprichosas de su fábrica. “La locura del príncipe de Pallagonia nos ha ocupado hoy -Goethe se refiere al pintor Kniep y a él mismo- durante todo el día, pues sus manías son completamente distintas de lo que nosotros nos habíamos figurado”. Estamos en abril de 1787. Hemos de señalar que Goethe, unas páginas antes, ha confesado el profundo malestar, incluso la repulsión física, que sintió a la vista de las columnas dóricas de Paestum, en la cercana Nápoles; dicha inquietud persistirá hasta que el recuerdo de las enseñanzas de Winckelmann le vuelva aceptables, discernibles, aquellas arquitecturas masivas.

Macchia, excelente escritor, conjetura los motivos y la naturaleza del personaje principesco

Digamos, pues, que Goethe lleva sobre sí una idea del arte y de lo clásico en la que no cabía la acusada excentricidad de Palagonia. Esta es, sin embargo, la doble faceta del arte del XVIII que Giovanni Macchia expone brillantemente en estas páginas. Con un añadido temporal: El príncipe de Palagonia es también la historia de cómo se conceptuó su gusto extravagante (el XVIII fue “el siglo del gusto”) desde la fealdad grotesca del Setecientos, a la cifra espiritual y cabalística del Ochocientos o la mera expresión de una dolencia psíquica, consignada por Prinzhorn en el XX. En todo caso, y dada la escasez de datos sobre el personaje, Macchia no hace sino conjeturar los motivos y la naturaleza del personaje principesco. Pero también el influjo de su obra disforme y su perfil fantástico en autores como Von Arnim y Heine. Masschia, que es un excelente escritor, fino y erudito, cierra su ensayo con un diálogo fabulado entre un patricio veneciano y el príncipe de Palagonia. ¿Hay en este patricio algo del escepticismo salubre y desembarazado del caballero Casanova? Pudiera ser. La finalidad de dicho diálogo, no obstante, es la de ofrecer al lector el suelo intelectual del siglo XVIII en algunas de sus variantes. Ya sea en la razón, un tanto rígida, del ilustrado veneciano; ya sea en el registro y la vindicación de lo fantástico y lo imaginario, de lo monstruoso, lo lúdico y lo sacro, que expone el Palagonia de Macchia. A este respecto cabría recordar que tanto Los placeres de la imaginación de Addison, publicados en el 1712 y determinantes en la formulación del Romanticismo; como las extravagancias domésticas de Horace Walpole en su residencia de Strawberry Hill, son fenómenos excéntricos y complementarios, pero consustanciales, a la estética del XVIII.

Esa es, probablemente, la razón de que Masschia recuerde a Goethe buscando en Sicilia a la familia Joseph Balsamo, el célebre Clagliostro. Sin salirnos de Italia, podríamos contraponer, a las figuras ilustradas de Vico y de Beccaria, las no menos diechiochescas de los hermanos Casanova, uno aventurero higienista y el otro pintor y falsificador de frescos pompeyanos. Desde Francia podríamos añadir las figuras de Sade y el conde de Saint Germaine; en Alemania, la del verídico barón de Münchhausen; en Inglaterra halleremos al pintor suizo Fuseli, joven discípulo y amigo de Winckelmann; y en España, la vertiginosa oscuridad de Goya y Torres Villarroel, Gran Piscator de Salamanca. Es decir, que Macchia, a través del personaje de Palagonia, expone el tardío desplazamiento desde lo bello a lo sublime que se da en el XVIII; y por lo tanto, la inclusión de la fealdad como categoría estética, que se formula ya en el Laocoonte de Lessing, pero que no se expondrá aisladamente hasta muchas décadas después, cuando Rosenkranz publique su Estética de lo feo en 1853. Para entonces, la fabulosa Villa Palagonia no sería sino un excéntrico juego de naturaleza clásica, heredero, en cierto modo, de los grutescos del Bomarzo de los Orsini. Vale decir, una inocua y libérrima expresión de la fantasía, como opuesta a lo cotidiano. Pero no una concreta requisitoria del horror, no el espantoso fruto del miedo y la costumbre que hallaremos en Goya.

El príncipe de Palagonia, según nos lo presenta Macchia, es, pues, un refinado fruto de la herencia clásica; no el resultado abrupto de quienes prescindieron de ella.

Una oscuridad iluminada

La ordenada teratología, no exenta de una alegre ingenuidad, que presentan las criaturas de la Villa de los Monstruos, pertenece al mismo linaje del grutesco que despreciaba Vitrubio pero que Rafael trasladará a las paredes del Vaticano. El grotesco es ahí una formidable exudación de la vida, incluso en sus fórmulas más aterradoras, y no tanto una reclamación de las sombras. Las sombras que perfeccionará Fuseli en el XIX, la colosal umbría arquitectónica de Piranesi, trasplantada a sus aguafuertes, parecen dirigirse ya al ámbito de la pesadilla que encontramos, por ejemplo, en De Quincey y su comedor de opio. Por contra, son juegos de la imaginación y seres del trasmundo los que medran bajo el sol de la Sicilia principesca de Palagonia; son la versión deforme y agitada, pero en absoluto extraña al individuo, de un pasado clásico. El miedo y la invención de lo oscuro, sin embargo, parecen ser una ensoñación romántica, venida con la luz de gas. Recordemos que Borges, siguiendo a Heine, imaginó a los dioses clásicos envilecidos por una soledad de siglos. Aquellos dioses viles y humanísimos son los que acaso medren aún en las cornisas de villa Palagonia.

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