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Las ideas y los efectos

La muerte de Luis XIV

El mítico actor Jean-Pierre Léaud caracterizado de Luis XIV a las órdenes de Albert Serra.
Alfonso Crespo

07 de noviembre 2016 - 05:00

SECCIÓN OFICIAL (F.C.)

Drama, Frania, España, Portugal, 2016, 115 min. Dirección: Albert Serra. Intérpretes: Jean-Pierre Léaud, Patrick d'Assumçao, Marc Susini, Bernard Belin, Irène Silvagni, Jacques Henric.

Lo peor de las películas de Serra es que hay que verlas. Tipo brillante, excesivo, provocador, sin duda a contracorriente de las ideologías del presente -cinematográficas y de las otras-, Serra es un exitoso hombre de ideas, y la que sustenta La muerte de Luis XIV refulge sobre el papel: introducir, en el espesor del cronómetro por el que ya pasaron el Quijote, Melchor o Casanova, a Jean-Pierre Léaud, epítome del esplendor de la cinefilia en su modernidad más absolutista, encarnando con su cuerpo fofo y deforme a un Luis XIV de postrimerías en su lenta agonía. Acercamiento de ideas lejanas y justas podría denominarse, como siempre quiso Godard; el rayo del ingenio. Las sinopsis de Serra siempre se leen con una sonrisa y bastante asombro ante el revuelto de hechos históricos o míticos y su plausible adaptación cinematográfica.

Pero luego llega la película, que siempre parece la de un perezoso Oblómov -impostura aristocratizante y narcicista- que invierte demasiado en su personalidad extrafílmica como para hacerlo además dentro del encuadre: siempre da un poco igual cómo estén compuestos o lo que duren los planos; la idea era buena desde el principio y su actualización nunca podrá desactivar del todo el dispositivo. La muerte de Luis XIV, su intriga de mínimos, pasa así somnífera frente al espectador, recayendo el único interés (a Léaud ya lo movieron mejores marionetistas, aunque con parejo y abusivo pragmatismo) en el trabajo con el sonido y sus texturas, banda que Serra suele mimar a la hora de abrir perspectivas en un viciado huis clos que aquí inocula de claustrofobia a través del entramado concatenado de primeros planos.

Engolfado desde hace tiempo en el viejo prestigio de la duración, con eterna vigencia en el imaginario festivalero, puede que Serra tenga en esta banda paralela a la imagen su única y verdadera esperanza de una resurrección futura, cuando invierta filológicamente en ella. La aventura podría ser la de ponerse en la pista de Oliveira pero saltándose a Luis Miñarro, es decir, enmendarse en la puesta en escena de la palabra y olvidarse de los golpes de efecto teatrales.

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