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Lo humilde, lo triste, lo hermoso

Eduardo Jordá transforma los apuntes y comentarios de sus talleres literarios en un fascinante ensayo donde homenajea a sus maestros y alcanza las mayores cotas de su exigente narrativa.

El escritor Eduardo Jordá (Palma de Mallorca, 1956), ganador del Premio Manuel Alvar 2014.
Charo Ramos

06 de julio 2014 - 05:00

Lo que tiene alas: De Gógol a Raymond Carver. Eduardo Jordá. Fundación José Manuel Lara. Sevilla, 2014. 221 páginas. 18 euros.

Desde hace 15 años Eduardo Jordá imparte un taller literario donde disecciona ante un grupo de alumnos un texto para mostrar cómo funcionan los mecanismos narrativos que permiten que esa pieza, por lo general un relato, sea una obra maestra. De la reelaboración, selección y reunión de 14 de esos comentarios surge ahora uno de los libros más hermosos del también articulista del Grupo Joly, Lo que tiene alas, ganador del premio Manuel Alvar de la Fundación Lara. El escalofrío que experimentamos al asomarnos por primera vez a la casa de las bellas durmientes de Kawabata o la melancolía serena que impregna un día cualquiera en la vida de los personajes de Chéjov resurgen en toda su grandeza en esta nueva entrega de uno de los mejores narradores españoles.

Jordá analiza obras maestras del género breve como Bartleby el escribiente de Melville, La muerte de Ivan Ilich de Tólstoi, Mendel, el de los libros de Stefan Zweig o La buena gente del campo de Flannery O'Connor. De la vasta producción de Antón Chéjov se fija, por ejemplo, en El violín de Rotschild, El obispo y Dushechka para probar la modernidad del autor ruso y los infinitos matices que colorean sus relatos. "Todo autor y lector de cuentos debe conocer a Chéjov, un hombre que vivió muy poco, 44 años, y pese a morir joven lo escribió prácticamente todo. Los alumnos le asocian con esas fotos muy anticuadas del XIX, pero hay que descubrirles que donde hay cosas más novedosas es en los clásicos. No hay texto más moderno que El abrigo de Gógol, escrito en 1842, y donde este autor del que se sabe muy poco -debió tener algún grado de locura pero impregnada de un absurdo y desternillante sentido del humor que funcionaba como una ley gravitatoria que lo arrastraba todo- pone en cuestión todas las aparentes certezas que puedas tener sobre la vida".

Volviendo a Chéjov, a Jordá le llamaba la atención que en sus relatos jamás hallamos una historia de amor fructífera, feliz o realizada. "Él mismo nunca se comprometió y cuando se casó lo hizo para seguir viviendo lejos de su mujer, la actriz Olga Knipper, porque ya estaba enfermo". Desde su retiro en Yalta, en Crimea, desde donde le escribía una carta diaria a Olga, Chéjov llegó a asegurarle a un amigo: "El amor es cuando parece que hay algo que en realidad no existe". Más optimistas eran sus ideas sobre la esperanza: "Que la bondad y la generosidad pueden gobernar el mundo, que lo luminoso puede derrotar a lo sombrío, es algo a tener en cuenta al leerle".

Tierna es también la visión que Jordá ofrece en estas páginas de Flaubert a través de su relato Un alma de Dios, traducido otras veces como Un corazón sencillo. El autor de Madame Bovary, "que siempre parece frío y distante", nos resulta aquí "próximo y humano aunque no sensible" al contar la vida de la criada Felicidad, a la que transforma su relación con el loro Lulú.

Si bien estos comentarios nos invitan a fijar la atención en recursos narrativos como el doble punto de vista o los elementos disonantes que los autores introducen en sus textos, es la idea de metamorfosis -cómo cambia un personaje concreto a lo largo de la trama- la que dirige en primera instancia la mirada de Jordá. Lo apreciamos en su análisis de Bartleby el escribiente, donde demuestra que el verdadero protagonista del relato es el narrador, "ese abogado innominado que un día contrata a Bartleby y nos va contando su historia. El abogado pasa de ser un cínico a sentir compasión por los demás y a ver que el prójimo no es alguien al que debes usar y explotar en tu beneficio sino al que debes comprender. Bartleby, como Jesús, va cambiando a la gente pero él permanece inmutable y fiel a sí mismo desde el principio al fin".

Para diseccionar este relato de Melville, sobre el que flotan tantas parábolas evangélicas, reconstruyó en la pizarra del aula cómo era la oficina del escribiente y dónde quedaba la pared tapiada que daba a otra pared lóbrega y ominosa. "Su cubículo en Wall Street era de una claustrofobia absoluta, un ataúd. Eso explica en gran medida que el relato resulte tan opresivo".

La narrativa estadounidense -no faltan Scott Fitzgerald ni Henry James- ocupa un lugar preferente en este volumen y sobre ella ha ejercido una gran influencia Flannery O'Connor, autora de la novela Sangre sabia y de este relato La buena gente del campo donde Jordá, que es también traductor, halla "una mirada que es casi la de una teóloga que analiza el comportamiento de los seres humanos que se niegan a recibir la gracia. O'Connor habla de personas que se refugian en hipocresías y falsos pretextos -como la intelectualidad y los libros- para vivir de espaldas a la vida real".

La sombra de Cheever y Carver se proyecta gigantesca sobre estas páginas. "A Cheever se le llamó el autor de la burguesía y de los suburbios americanos pero definirlo de esta forma tan simplista es un error. Cheever llega mucho más allá, llega a los suburbios del alma que es adonde tiene que llegar un autor de verdad. Al principio pensaba que El nadador era un relato realista y no lo es para nada. Piensas en piscinas y gente que está tomando un martini en la terraza de su casa pero al leerlo, sin considerar las interpretaciones que se han hecho ni la película interpretada por Burt Lancaster, te das cuenta de que es un relato metafísico que ocurre en un lugar que no sabemos realmente cuál es: no en las piscinas ni las terrazas sino en el alma de un personaje que ha fracasado y se ha ahogado por completo".

Tanto en Cheever como en Carver está presente la herencia rusa. "Los dos amaban a Chéjov y tenían muy claro que hay una dimensión moral en la literatura. Escribes de piscinas pero no hablas de piscinas sino del alma humana, de la lucha entre el bien y el mal. Cheever combatió contra el alcohol, la depresión, la impotencia, los miedos y las traiciones pero cada día al levantarse sabía que debía ser una persona virtuosa y un ciudadano útil, permanecer fiel a su mujer y a sus hijos aunque por la noche esté borracho y merendándose a un negro en un garaje. Y Carver también: le ha pegado a su primera esposa, se ha emborrachado en los garitos más infectos, pero ha sabido superar eso para hacer una literatura que muestra que es posible salir del abismo y que, por muy negras que sean las circunstancias, hay una pequeñita luz de esperanza al final del todo".

Onetti (Para una tumba sin nombre) y Cortázar componen la cuota hispanoamericana de esta selección y a propósito del relato del segundo (Casa tomada) Jordá recuerda que se estudia a menudo como una parábola política "y eso es un disparate; es una parábola sobre la existencia humana, sobre el miedo y la soledad. Las lecturas políticas por lo general son lecturas erróneas. El escritor puede tener una vaga pretensión política cuando escribe algo pero lo que crea va mucho más allá. A lo mejor al principio Julio Cortázar quiso hacer una sátira contra los peronistas pero lo que le salió fue algo completamente distinto".

Muy distante de la dimensión inquietante y casi mórbida que alcanza Kawabata en La casa de las bellas durmientes está esa palabra japonesa (wabi-sabi) que funde los tres conceptos -lo humilde, lo triste y lo hermoso- que Jordá asocia siempre a Chéjov. "Estos catorce autores me han influido como escritor pero al que siempre me gustaría parecerme, aun sabiendo que nunca lo lograré, es a Chéjov. Lograr su sutileza, la amargura que puede convertirse en agradable melancolía... sí, lo puedes alcanzar, lo rozas solamente, pero es muy difícil que lo consigas".

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